En noviembre de 1991, cuando todavía podía respirarse el polvo glamuroso de la caída del muro de Berlín y a apenas un mes del colapso de la URSS, la revista española El Urogallo publicaba la famosa carta que el dramaturgo y novelista Mijaíl Bulgákov escribiera el 28 de marzo de 1930 y enviara a Josif Vissarionovich Stalin, a la que siguiera, veinte días más tarde, una cínica llamada telefónica del dictador —el zar rojo— al afligido y todavía esperanzado escritor.
Ahora nos llegan, compiladas y debidamente anotadas, no sólo aquella que tan célebre ha sido, sino otras de las cartas que en medio de su desasosiego le escribiera el autor de El maestro y Margarita al ideólogo y ejecutor del Terror de 1937, de las purgas, de la colectivización extrema, las deportaciones y el Gulag. La editorial Veintisiete letras ha tenido el tino de publicarlas en su conjunto y de legarnos el testimonio de un escritor desesperado, así como, entre líneas —pues la voz del Poder en este caso nunca se escucha—, un botón de muestra de lo que fuera la represión continuada, la aniquilación del pensamiento plural, la imposición de una actitud monolítica y servil ante una doctrina reductora y un líder despiadado.
Mijaíl Bulgákov, autor de piezas teatrales que no se plegaban a las demandas de Realismo Socialista tan exigidas a finales de los años veinte, comienza a ser vilipendiado por la prensa oficialista y sus obras son finalmente prohibidas. Es entonces que en julio de 1929 el escritor envía su primera carta al Secretario General del Partido Comunista, Camarada Stalin, a la que le seguirán unas cuantas misivas más, todas cargadas de amargura pero no exentas aún de un deje de ilusión: “Le pido que considere que, para mí, el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo”. Y luego: “Si no soy realizador, pido un puesto titular de figurante. Si tampoco es posible ser nombrado figurante, pido un puesto de tramoyista”.
Resulta curioso consignar el modo en que este hombre desarbolado entra en un juego macabro de denuncia, súplica e ilusión. El engranaje del estado totalitario en que se ha convertido la revolución de los soviets termina atrapándolo. Pero un estado que pretende instaurar un ambiente aséptico en las letras nacionales, que no tolera la fantasmagoría de un autor como Bulgákov, la ironía, la humorada, la crítica a las reacciones más rígidas del ser humano, no puede permitirse que este tipo de escritores crezca y se emancipe. Lo curioso de su caso es que, del mismo modo en que Bulgákov escapó, nadie sabe todavía cómo ni por qué, de las deportaciones a los campos de trabajo, tampoco le fue permitida la salida del país —ese castigo tan usual—, el objetivo principal de sus súplicas en las cartas que le dirigiera a Josif Stalin.
Pero como la crudeza y el cinismo del estado totalitario han alcanzado sus límites, al escritor no le pesa denunciarlas: según relata en su carta del 28 de marzo de 1930, a raíz de la prohibición de sus obras otros de sus colegas le sugirieron que cambiara el tono y el tema de sus obras, que se apegara al canon, que escribiera una “obra comunista” y que luego dirigiera al Gobierno de la URSS una carta de arrepentimiento por sus escritos anteriores. Mijaíl Bulgákov lo deja en claro: “La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor, así como la exigencia de una prensa libre. Soy un ferviente admirador de esa libertad y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible”.
Es precisamente esa agua la que le es negada al escritor de estas cartas. El 30 de mayo de 1931 Bulgákov insiste: “En el amplio campo de la literatura rusa dentro de la URSS, yo he sido el único lobo literario. Me aconsejaron que me tiñera la piel. Absurdo consejo. Un lobo, aun teñido o rapado, en absoluto se parece a un caniche”. Su honestidad es convincente, pero su desespero por salir del ostracismo también lo es, así como su creciente tendencia a la paranoia y a la autodestrucción. Será al final de esa misma carta que este hombre aniquilado suspirará como un niño que va del tormento a la ilusión y le confesará a su interlocutor su enorme deseo de un encuentro personal (“mi sueño de escritor consiste en ser recibido personalmente por Usted”), escena que nunca se producirá en la realidad y que sí tendrá lugar de modo enfermizo en el imaginario del hombre que fue Mijaíl Bulgákov.
Al final de la historia la reunión entre el artista y el dictador nunca llega a hacerse realidad. Al final de la historia Stalin no conduce a Bulgákov al Gulag ni a la horca ni al tiro en la nuca, aunque sí lo hace víctima constante del acoso de la Policía Política. Al final tampoco le es concedido el permiso para viajar al extranjero —ni siquiera temporalmente— en compañía de su esposa, algo que sí ocurrió con Evgeni Zamiatin, el otro escritor cuyas breves cartas componen este sobrio libro.
Al final Bulgákov tiene que contentarse con un puesto en el mundillo del teatro mientras rumia su dolor, espera por una llamada que le anuncie la ansiada cita con el dictador y escribe la que sería su obra cumbre, El maestro y Margarita, uno de los textos medulares del siglo XX, justo antes de morir, unos pocos años más tarde, en 1940.
Publicado originalmente en el blog Inactual, el 16 de abril de 2012
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