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Gerardo Fernández Fe: “La escritura y la lectura son actos de soledad”

Foto: Alejandro Taquechel

Iván Darias

En tiempos de “lo viral”, es muy común que se impongan las versiones reducidas sobre cualquier tema. Tal parece que ahora, reconvertidos en espectadores de un mundo virtual que solo suele adquirir vitalidad si se radicaliza, los humanos consumen mejor las visiones torpes y triviales que explican —a la manera de un estupefaciente— la realidad más cercana a cada quien.

Los escritores, en su función más tradicional: la de contadores de historias, a veces demuestran que se han adaptado muy bien a esta tendencia reduccionista de narrar un asunto. Algunos se esfuerzan en contar de un modo que garantice la publicación, las ventas y, en estos tiempos de redes sociales, una legión de seguidores que se encargará también de validar el estilo y las temáticas de quienes relatan. Lo demás, los demás, perderán importancia, según esta lógica detrás de la cual solo parece aflorar la ignorancia, ahora en su forma más común y banal, antintelectual, antielitista.

Cuba, como tema, como escenario, tampoco escapa de este modo restrictivo de la representación. La isla, que vive levantando pasiones desde hace más de seis décadas, también queda como el trasfondo que, para entenderse, tiene que contarse de una única manera. De lo contrario, se alude a otra nación, sin que importe mucho que en la literatura todos los países son invenciones, unas más creíbles que otras.

El cubano Gerardo Fernández Fe ha sido llamado en ocasiones un escritor “raro”, según una clasificación que a veces tiende a obviar la individualidad de cada quien. Porque se presume todavía que haber nacido en el Caribe requiere, por fuerza, una proyección específica, incluso en el arte de escribir.

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Fernández Fe y el lado C de las cosas

Foto: Alejandro Taquechel.

Carlos Lechuga

Estamos en La Habana. En un barcito muy bonito que queda en 17 entre G y H, Vedado. A un lado está el parque donde los jóvenes se reúnen y tratan de matar el tiempo, y al otro ese cementerio o asilo de ancianos que es la UNEAC. 

Me tomo un ron oscuro, creo que va a ser de los últimos que me tome en este país, porque, como todo el mundo, pienso irme echando bien prontico. Miro a la puerta. Hace algunos años aquí mismo me encontré a mi entrevistado de hoy. Pasaba en un carro, me vio, gritó, se detuvo y me acerqué a hablar con él. Organizamos para quedar y nunca pudimos.

Después de eso me mandó su libro de entrevistas a José Kozer, que es una maravilla.

Esta vez, que es como una especie de despedida de este barrio, sí hemos “aterrizado” el encuentro.

Su último libro, Hotel Singapur (Audere, 2021), llegó a La Habana con un año de retraso por culpa de la pandemia y como el país cerró por completo no había manera. Aunque la verdad es que mi ejemplar fue uno de los primeros en llegar. 

Gerardo Fernández Fe es así de especial y cuidadoso.

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Gerardo Fernández Fe: nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita

Foto: Alejandro Taquechel.

Melissa C. Novo

Leer a Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es asistir al escarnio propio en la plaza chiquita del pueblo. No hay broquel contra su manía de nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita. Intenta, todo el tiempo, revertir el supuesto orden de las cosas, se desvía de las pretensiones y nos libera, a través del lenguaje y de una ficción que no lo es tanto, de esas máscaras y mentiras que interponemos entre nosotros y el horizonte de lo real.

Hotel Singapur (Audere, Miami, 2021), su más reciente novela, es un bucle en el que asoman y danzan todo tipo de falencias. La ambición aquí se erige desde lo grotesco. Desde personajes cuyos arquetipos evolucionan a través del dolor y del descubrimiento del pasado. La familia, en el centro, como si se mirase a través de calidoscopio sin espejos, revela su perfil más descarnado.

La línea argumental, en apariencia lineal, se mueve entre escenarios diversos, entre el ayer y la incertidumbre del mañana, entre la imaginación que es quizá, por qué no, la porción más sincera de nosotros mismos. Genaro, el protagonista, narra adueñándose de planos y puntos de vista que parecieran no pertenecerle. Así, juega y hace lo que desea con el lector. Lo confunde. Lo aturde. Lo desespera.

Conversar con Gerardo Fernández Fe sobre Hotel Singapur —habiendo colocado sus otras dos novelas también sobre la mesa— es otra forma de re-leer este texto. Es otro juego, igual de impaciente, en el que nunca sabremos qué de lo contado pertenece o no a la fantasía.

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Severo Sarduy, la luz y el excremento. Una entrevista de Jacques Henric

Severo_Sarduy

En una entrevista publicada en abril de 1970 por la revista francesa Combat sobre el ritual de la escritura, y después de explicar la diferencia entre la energía exterior a recibir por el escritor en el siglo XIX y el teatro material que lo rodea –y motiva– en nuestros tiempos, Severo Sarduy se confiesa: “Mi ritual es bien reducido: música popular brasileña, mucho café, alcohol o alguna golosina, doy vueltas o bailo. A menudo escribo desnudo. El acto de la creación está rodeado por una serie de tics que forman parte también de la escritura. Algunos autores escriben acostados; otros, lo sabemos, bajo el influjo de la droga; otros –y es el caso de uno de mis amigos— dentro del agua caliente de su bañera. Habría que estudiar este fenómeno. Es un ritual de orden erótico y eso es lo que me interesa”.

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Emil Cioran: «Soy un hombre del fragmento» (entrevista)

Emil Cioran. Seven doors tattoo, London

Emil Cioran. Seven doors tattoo, London

París

Cuando llegué a París comprendí de inmediato mi interés por la gente ociosa. Yo mismo soy un ejemplo de lo improductivo: nunca he trabajado, nunca he tenido una profesión, salvo una vez, durante todo un año en Rumanía, cundo enseñé filosofía en Brasov. Era insoportable. Y al mismo tiempo aquella fue la razón que me trajo a París. En su propio más, uno debe hacer algo, pero no necesariamente cuando uno vive en el extranjero. He tenido la dicha de vivir más de cuarenta años como ocioso y, cómo pudiera decirlo sin Estado. Creo que lo interesante de vivir en París es que uno puede, uno debe vivir aquí como un extranjero radical, de modo que uno no pertenezca a una nación sino sólo a una ciudad. En cierta medida me siento parisino, pero no francés –sobre todo no francés. (…)

Hay dos libros que para mí representan, expresan París. Primero aquel libro de Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, y luego el primer libro de Henry Miller, Trópico de Cáncer, que muestra otro París que no es el de Rilke, sino incluso su contrario, el París de los burdeles, de las prostitutas y de los chulos, el París del lodo. Y ese es el París que yo conocí: (…) el París de los hombres solos y de las prostitutas.

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Fausto Canel: lo esencial es no ceder al miedo

Durante el rodaje de "Power Game", España, 1981.

Durante el rodaje de «Power Game», España, 1981.

El nombre de Fausto Canel se inscribe tanto en los inicios del cine cubano posterior a 1959, con la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), como en la gestación del magazine cultural Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, donde fungió como crítico de cine.

Hacedor y testigo de esa primera etapa efervescente (Carnaval, Torrens, Hemigway, El final, Desarraigo…), Canel partió al exilio antes de que la Revolución Cubana llegara a sus diez años de vida. Radicado en París, en Madrid, finalmente en Miami, el realizador produjo Espera (1979), un corto de 11 minutos sobre la inmolación de un matrimonio de perseguidos políticos; Power Game, de 1983, y Campo minado, de 1987, sobre la democratización del cono sur en América Latina.

Con su firma, pueden leerse también los libros Ni tiempo para pedir auxilio, Dire Straits y Sin pedir permiso.

¿Qué queda a estas alturas de aquel joven que fue el primer empleado inscrito del ICAIC?

El recuerdo de una esperanza. De una ilusión. Tenía apenas 19 años cuando en 1959 fui invitado a trabajar en el ICAIC, el recién creado Instituto del Cine, y allí aprendí a hacer cine, haciéndolo. El Curso de Cine de José Manuel Valdés Rodríguez, en la Universidad de La Habana, había sido muy útil por las películas que mostraba, pero fue más bien una introducción a la apreciación cinematográfica. En sus aulas me formé como crítico. En el ICAIC, por el contrario, me dieron los medios para hacer documentales primero y más tarde largometrajes. Entonces no nos dábamos cuenta que nada es gratis. La llamada Revolución Cubana, que todavía mi generación vivía con cierto fervor, nos formaba como cuadros propagandísticos que al principio no vivimos como tal, pues las exigencias en ese sentido eran mínimas. Había entusiasmo. Ya después la cosa se puso fea cuando la “Revolución” dejó de ser revolución y se convirtió en la dictadura personal de un hombre y su camarilla. Llegó un momento en que ya no sólo no podíamos meternos con el mono, sino, ni siquiera, con su cadena. Sigue leyendo

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Orlando González Esteva: Miami, pasión razonable

Foto de Francisco Cubas

Foto de Francisco Cubas

Si existe una rara avis en el complejo mundo de las letras cubanas en la ciudad de Miami, esa criatura lleva el nombre de Orlando González Esteva, un santiaguero devenido casi Caballero de la Orden de Malta, sin que ningún ente superior le haya otorgado el grado. Porque aquel apelativo de Caballeros Hospitalarios, que en un inicio ostentó la cofradía, bien se aviene a este personaje, un poeta que intercala el haiku y la conversación, con una paciencia y una bondad –y a la vez una distancia– propias más bien de un patricio cubano del siglo XIX cuya única posesión, tras cincuenta años de exilio, es solamente la memoria.

Como en capas superpuestas de una misma cebolla, intensa y urticante, esta ciudad se ha ido forjando a partir, tanto de oleadas, como del goteo pertinaz de cubanos en fuga. Lo singular es que cada momento –los 60, los 70, el Mariel, los balseros– reclama para sí un nicho de poder simbólico y una cota de sufrimiento que los hace diferente de los otros. ¿Cómo ve este fenómeno alguien que ya cumple 50 años en la ciudad?

Más que verlo lo siento, siento la legitimidad de esos reclamos, pero si de ver se trata –algo mucho menos invasivo que sentir— puedo afirmar, no sin melancolía, que he sido testigo de la aparición de varias ediciones de Miami, ninguna exacta a la anterior, y que, en lo que a la comunidad cubana se refiere, he visto a la ciudad degradarse, incapaz de permanecer a salvo de la degradación que ha sufrido y sufre la propia Cuba: ¿por simpatía o fatalidad? Cada una de esas oleadas que mencionas ha supuesto que el Miami al que arribaba era el mismo al que arribaron sus antecesores, que hubo o hay un Miami perenne, sin saber que entre el Miami de los años sesenta y el Miami de los años ochenta se abre un abismo no menor que el que acabó abriéndose entre ese segundo Miami y el Miami de los años noventa y, luego, entre este último y el actual. No hay un Miami perenne a no ser el balneario, que nos antecedió y será el único que nos sobreviva. De cada Miami cubano sólo van quedando ruinas, pero invisibles, porque el tiempo y la naturaleza misma de este país son hostiles al pasado. El día en que desaparezcamos los que aún tenemos memoria de esas ruinas, nada quedará, y ya son más los que ignoran que los que recuerdan, y más los indiferentes que los que, por razones obvias, no podemos dar la espalda a esa ciudad fantasma a la que no tardaremos en incorporarnos.

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José Martí, empezar por la sospecha

Moran

Con la misma vehemencia con la que en 1993 organizó una serie de homenajes por el centenario de la muerte de Julián del Casal, de cuya misa en la Iglesia de la Merced, en la Habana Vieja, fuimos prácticamente expulsados, Francisco Morán, veinte años después, ha acometido una enjundiosa y no menos desacralizadora investigación sobre la vida de José Martí.

Provocador de iras y criterios encontrados, a su último libro, Martí, la justicia infinita (Verbum, 2014), habrá ya que buscarle a partir de estos momentos un espacio obligado en cualquier biblioteca que se respete sobre la complejísima obra del autor de Escenas norteamericanas.

Está el cuadro de Arche en el que Martí se coloca solemnemente la mano en el pecho; está también el óleo, diría, de película, que lo representa cayendo del caballo… Pero en este libro te detienes únicamente en una tercera imagen: la del joven recostado a una columna, vestido de preso, acompañado por su grillete. Si sumamos esto a lo que se relata en El presidio político, tendremos que Martí mismo nunca fue ajeno a un proyecto de reificación de su figura: mártir y héroe a la vez, engrosamiento de un prestigio político, de una autoridad moral. Martí, afirmas, “se proyecta como personaje de un drama de honor calderoniano.”

Tienes razón, y es lo que sostengo: el involucramiento del propio Martí, desde muy temprano, en su propia reificación: mártir, héroe, y añadiría –para ser más preciso– en significante mismo de la comunidad nacional. Me alegra que menciones el cuadro de Arche, porque se trata de una imagen que no falla en evocar la del Sagrado Corazón, un cuadro que –no sé ahora– era muy común encontrar los hogares cubanos. Ese Martí-Jesús emblematiza la de Jesús-hijo de Dios, supuestamente enviado a la tierra a redimir a los hombres con su sacrificio.

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Una daga entre pingüinos congelados

La revolucion congelada

Deshecha ya la línea que separa a pensadores jóvenes y menos jóvenes, Duanel Díaz (Holguín, 1978) resalta como uno de los ensayistas más lúcidos que bordan el estado de salud del género en las letras cubanas.

Tras Límites del origenismo (2005) y Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (2009), ambos dentro del exquisito catálogo de Ediciones Colibrí, acaba de editarse La revolución congelada. Dialécticas del castrismo (Editorial Verbum, Madrid), en el que el ensayista redondea sus pesquisas sobre la función del intelectual y el devenir de los procesos culturales en Cuba a partir de 1959; esta vez poniendo el acento sobre fotografía, “turismo revolucionario”, cine, novela policiaca, ruinas y nostalgia.

Sobrio y a la vez acerado polemista –sobre Orígenes, Padilla, Mañach o Eliseo Diego–, desde hace más de una década, Duanel Díaz viene defendiendo a capa y sombrero una idea del ensayo sin medias tintas, o, como lo consideraba Lu Xun, como “la daga más brillante”.

De Sartre a Slavoj Žižek, de Allen Ginsberg a Wim Wenders, a partir de 1959 se produce una interesante avalancha de “turismo revolucionario” hacia Cuba. Al fenómeno de los fellow traveler dedicas buena parte de tu libro…

Lo que ellos escribieron sobre la Cuba revolucionaria no sólo refleja las ansias de la izquierda europea y norteamericana tras su desencanto con el socialismo soviético, sino que también tiene un valor documental sobre la vida en la isla en los sesenta, pues recogieron muchos detalles interesantes que no aparecen en la prensa de la época y en los reportajes escritos por los cubanos. Todos esos libros y crónicas son parte fundamental del archivo de la Revolución Cubana, una zona a la que casi todos los ensayistas cubanos que están pensando el fenómeno de la Revolución (Ponte, Iván de la Nuez, Rojas, Díaz de Villegas) se han remitido en los últimos años. Mucho antes, esa visión de la Revolución fue refutada minuciosamente por la investigadora francesa Jeanine Verdès-Leroux en La lune et le caudillo. Le rêve des intellectuels et le régime cubain (1959-1971) (Gallimard, 1989), un libro muy documentado que lamentablemente no ha sido traducido al español.

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Sin sufrimiento no hay poesía. Una conversación con Roberto Friol

Alción al fuego

“Lo propio de un alma cristiana es imaginarse batallas dentro de sí misma”, escribió André Gide en su Diario hacia 1893. Todavía no se imaginaba cuánto de fricción y de combate, fundamentalmente interior, le esperaba.

Con esa sensación de conflicto, terminé de leer en su momento los tres o cuatro libros de poesía publicados por Roberto Friol, y con la idea de hallarme ante una admirada rara avis me acerqué a él. Sostuvimos una extensa conversación el 21 de enero de 1998, curiosamente el mismo día de la llegada a La Habana del Papa Juan Pablo II.

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