Gerardo Fernández Fe: “La escritura y la lectura son actos de soledad”

Foto: Alejandro Taquechel

Iván Darias

En tiempos de “lo viral”, es muy común que se impongan las versiones reducidas sobre cualquier tema. Tal parece que ahora, reconvertidos en espectadores de un mundo virtual que solo suele adquirir vitalidad si se radicaliza, los humanos consumen mejor las visiones torpes y triviales que explican —a la manera de un estupefaciente— la realidad más cercana a cada quien.

Los escritores, en su función más tradicional: la de contadores de historias, a veces demuestran que se han adaptado muy bien a esta tendencia reduccionista de narrar un asunto. Algunos se esfuerzan en contar de un modo que garantice la publicación, las ventas y, en estos tiempos de redes sociales, una legión de seguidores que se encargará también de validar el estilo y las temáticas de quienes relatan. Lo demás, los demás, perderán importancia, según esta lógica detrás de la cual solo parece aflorar la ignorancia, ahora en su forma más común y banal, antintelectual, antielitista.

Cuba, como tema, como escenario, tampoco escapa de este modo restrictivo de la representación. La isla, que vive levantando pasiones desde hace más de seis décadas, también queda como el trasfondo que, para entenderse, tiene que contarse de una única manera. De lo contrario, se alude a otra nación, sin que importe mucho que en la literatura todos los países son invenciones, unas más creíbles que otras.

El cubano Gerardo Fernández Fe ha sido llamado en ocasiones un escritor “raro”, según una clasificación que a veces tiende a obviar la individualidad de cada quien. Porque se presume todavía que haber nacido en el Caribe requiere, por fuerza, una proyección específica, incluso en el arte de escribir.

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Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba

Para Ariadna

En el sótano del edificio donde vive mi amigo Gonzalo, en un tramo alto de la Morningside Drive, había una estantería de madera en la que los vecinos gentilmente colocaban los libros que les sobraban.

Cuando bajé a acompañarlo al cuarto de lavado, a unos pasos de la puerta de la cueva donde dormitaba un encargado llegado a Nueva York desde Vladivostok, lo primero que hice fue acercarme:

— ¿Me puedo llevar este? —le pregunté.

Era una esmerada edición del sello Viking Press con las cartas que a lo largo de siete décadas había escrito y enviado Saul Bellow. De regreso a Miami constaté que en tantos años el autor de Las aventuras de Augie March nunca se había referido en su correspondencia a Joan Didion, mi lectura obsesiva del momento.

Dos espíritus pueden convivir durante un buen tiempo en una misma ciudad y, no obstante, ignorarse uno al otro, tanto las caras, los saludos, como los títulos de sus libros -a veces ex profeso, así somos-, para asombro de un único lector, maniático, que hubiera querido que las cosas se produjeran según su intrincada fantasía.

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El perreo postcomunista

Aunque muchos otros se otorguen el copyright, fue Francisco Umbral, hace casi cincuenta años, quien primero se refirió al término “perreo”. O al menos fue el primero que lo verbalizó y lo hizo literatura en su libro Mortal y Rosa para describir los paseos por la ciudad con su hijo pequeño, su arte del vagabundeo, idéntico al de los perros. Por eso el editor (o el mismo Umbral, quién sabe) consideró necesario colocar una línea a pie de página para aclarar que eso de perrear no era más que un neologismo del autor madrileño.

Sin embargo, el verbo “perrear” no aparece con esa connotación umbraliana en el diccionario digital de la Real Academia de la Lengua Española, y sí con otras acepciones llegadas del Nuevo Mundo: una de Costa Rica, otra de Venezuela… ninguna de Cuba o de Puerto Rico.

Menudo desacierto el de los académicos al no incluir esa otra definición que desde hace unos años fija al perreo como uno de los modos, el más expresivo y procaz, de bailar el reguetón, un género sin pedigrí dentro de la música latina, sin grandes padres fundadores, y que, como la zarabanda en los siglos XIV y XV, ha sido vituperado desde los flancos más pendientes de la imagen y de la moral, tanto de la derecha como de la izquierda.

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Fernández Fe y el lado C de las cosas

Foto: Alejandro Taquechel.

Carlos Lechuga

Estamos en La Habana. En un barcito muy bonito que queda en 17 entre G y H, Vedado. A un lado está el parque donde los jóvenes se reúnen y tratan de matar el tiempo, y al otro ese cementerio o asilo de ancianos que es la UNEAC. 

Me tomo un ron oscuro, creo que va a ser de los últimos que me tome en este país, porque, como todo el mundo, pienso irme echando bien prontico. Miro a la puerta. Hace algunos años aquí mismo me encontré a mi entrevistado de hoy. Pasaba en un carro, me vio, gritó, se detuvo y me acerqué a hablar con él. Organizamos para quedar y nunca pudimos.

Después de eso me mandó su libro de entrevistas a José Kozer, que es una maravilla.

Esta vez, que es como una especie de despedida de este barrio, sí hemos “aterrizado” el encuentro.

Su último libro, Hotel Singapur (Audere, 2021), llegó a La Habana con un año de retraso por culpa de la pandemia y como el país cerró por completo no había manera. Aunque la verdad es que mi ejemplar fue uno de los primeros en llegar. 

Gerardo Fernández Fe es así de especial y cuidadoso.

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Nuevas señales de Antonin Artaud

Poco antes de encontrarse con el pueblo Tarahumara en México, Antonin Artaud hizo una escala de apenas cinco días en La Habana. Era enero de 1936. Corrían tiempos difíciles en Europa. En Alemania, las elecciones al Reichstag concluían con el triunfo de una única lista de seguidores de Adolf Hitler; en Francia, Louis-Ferdinand Céline trabajaba en su panfleto antisemita Bagatelles pour un massacre, y Robert Brasillach y otros escritores vinculados al semanario Je suis partout se sumaban a la ola de aclamación al nacionalsocialismo; y en España la cruzada contra la República calentaba motores.

Huyendo de todo aquello y del “doloroso desorden” de la civilización occidental, Artaud se embarca a punto de cumplir los cuarenta años en un viaje transformador del que decenas de investigadores y hagiógrafos ya han dado cuenta. “México me dará lo que debe darme”, escribía desde La Habana en una carta a Louis Barrault fechada el 31 de enero. Los veinte días sobre el Atlántico le han servido también para desintoxicarse de “los venenos”, el opio, el láudano, la precariedad financiera, los malos pensamientos…

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Ella, él y los campos de margaritas

Sucede como en Arturo, la estrella más brillante, de Reinaldo Arenas… Obligado a acarrear dos realidades paralelas —la de la memoria y el imaginario, por un lado, y por otro la de un campo de trabajo forzado en el que lo han recluido—, el protagonista cae en la cuenta de que “lo real no está en el terror que se padece sino en las invenciones que lo borran”. Estas, dice, “son más fuertes, más reales, que el mismo terror”.

Eso está duro —me dije. Aquello de las realidades interpuestas, de la realidad en varios planos, resulta algo con lo que el lector, el espectador, ha aprendido a convivir, y ahí siguen Kafka o Sebald, entre otros, para dar fe y testimonio. Pero lo impactante es que el terror pueda perder su calibre, su ser atroz, su voltaje, y que el Mal se apreste a pasar a un segundo plano, superado por lo que —para aliviarlo— hemos ido inventando a través de la mentira, el ninguneo o el silencio.

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Roland Dumas, el eterno casquivano, cumple 100 años

Roland Dumas. Foto. Joël Saget AFP

Como en una película de Éric Rohmer en la que todo gira alrededor de una rodilla de mujer, hubo un tiempo en el que los franceses amanecieron con la imagen del pie de un anciano clavada en la retina. Más que de un pie al natural, se trataba de un par de zapatos exquisitos a partir del cual tomó carácter de vodevil, de chiste de pasillo y de caricatura uno de los juicios políticos más sonados de los últimos años.

Este 23 de agosto llega a un siglo de nacido ese anciano de cuyos zapatos hace un buen rato que no se habla; aunque tal vez dentro de un tiempo aparezcan, protagonistas de una subasta, mucho más raídos, con algún que otro arañazo en la punta y cierto desgaste en el interior de la suela derecha. Entonces alguien sacará beneficio de ellos.

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Gerardo Fernández Fe: nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita

Foto: Alejandro Taquechel.

Melissa C. Novo

Leer a Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es asistir al escarnio propio en la plaza chiquita del pueblo. No hay broquel contra su manía de nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita. Intenta, todo el tiempo, revertir el supuesto orden de las cosas, se desvía de las pretensiones y nos libera, a través del lenguaje y de una ficción que no lo es tanto, de esas máscaras y mentiras que interponemos entre nosotros y el horizonte de lo real.

Hotel Singapur (Audere, Miami, 2021), su más reciente novela, es un bucle en el que asoman y danzan todo tipo de falencias. La ambición aquí se erige desde lo grotesco. Desde personajes cuyos arquetipos evolucionan a través del dolor y del descubrimiento del pasado. La familia, en el centro, como si se mirase a través de calidoscopio sin espejos, revela su perfil más descarnado.

La línea argumental, en apariencia lineal, se mueve entre escenarios diversos, entre el ayer y la incertidumbre del mañana, entre la imaginación que es quizá, por qué no, la porción más sincera de nosotros mismos. Genaro, el protagonista, narra adueñándose de planos y puntos de vista que parecieran no pertenecerle. Así, juega y hace lo que desea con el lector. Lo confunde. Lo aturde. Lo desespera.

Conversar con Gerardo Fernández Fe sobre Hotel Singapur —habiendo colocado sus otras dos novelas también sobre la mesa— es otra forma de re-leer este texto. Es otro juego, igual de impaciente, en el que nunca sabremos qué de lo contado pertenece o no a la fantasía.

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Gatopardo sí, Gatopardo también

Cuentan las malas lenguas y los comentarios de pasillo —es decir, nosotros mismos— que al concebir su película Un hombre de éxito (1986), Humberto Solás pretendía que, justo cuando se produjera el triunfo de los rebeldes en 1959, el personaje de Javier Argüelles descolgara de la pared el retrato de Fulgencio Batista y colocara el de Fidel Castro. Con este gesto se completaba una secuencia de adhesiones arribistas, pues ya antes este sujeto había colgado y descolgado en el mismo sitio las imágenes de los nuevos líderes a seguir, según la época.

Sin embargo, a alguien le habría parecido descabellado que, al exhibir el rostro del Comandante en los minutos finales de la película, se diera por hecho que la Revolución había sido víctima de semejante acto de oportunismo y se asumiera que a sus filas se habían incorporado personajes de tal calaña. Al serle negado el uso de la imagen de Fidel, Solás habría optado, también con la reticencia del censor, por utilizar el retrato de Darío, el segundo de los Argüelles, quien se había sumado a la lista de los mártires de la lucha por un cambio y un mundo mejor.

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Vanessa, luz de mi vida, fuego de mis entrañas

Gabriel Matzneff. Foto: AFP.

Se hace extraño imaginar a Emil Cioran en otra actitud que no sea la de ese nihilismo cuyos galones nunca dejó de exhibir, tronando contra las ilusiones, riéndose de todo y a degollina de lo establecido. Pero sí que resulta curioso imaginarlo hacia 1987 en una escena doméstica, en pantuflas, acudiendo al llamado de su mujer, que ha abierto la puerta de su apartamento en París y se ha encontrado a una visitante que no se había anunciado.

Es Vanessa, tiene 15 años, está desaliñada, no deja de sollozar. El filósofo se aparece en la sala —a ella le recuerda a su abuelo, que también vino de los países del Este—, la invita a sentarse y le ofrece una servilleta bordada para que enjugue sus líquidos, mientras su mujer escapa a la cocina a preparar el té. Cioran es el mentor de Gabriel, el amante, el novio de Vanessa, o al menos así se lo presentaron.

Gabriel es Gabriel Matzneff, un escritor de renombre que ya pasa de los 51 años.

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