Con la presencia de las tropas norteamericanas en la Segunda Guerra Mundial muy al fondo, casi a lo lejos pero convocando al contraste, discurre el relato de El rector de Justin (Libros del Asteriode, 2010), una novela escrita en 1964 por el recién fallecido aristócrata newyorkino Louis Auchincloss.
El joven Brian Aspinwall, tímido, falto de carácter, de baja estatura y con un miedo horrible de decepcionar a Dios, es empleado como profesor auxiliar de Inglés en St Justin Martyr, un establecimiento educativo exclusivo para jóvenes varones salidos de las más notables familias WASP, cantera fértil del establishment norteamericano desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Llega Aspinwall a aquel sobrio recinto neogótico de Nueva Inglaterra y, en lo que al acto intuimos como una novela de aprendizaje e iniciación (en la misma docencia, en el arte de lidiar con un dormitorio de más de cuarenta adolescentes, pero sobre todo en la subrepticia cofradía de clérigos, profesores y familias ilustres), choca para su complacencia con la figura de Francis Prescott, el fundador del colegio, un anciano espartano y caballeresco pero no menos puritano y dictatorial, de quien el aspirante a ministro de iglesia queda cautivado.
El rector de Justin se inscribe en esa saga no deliberada de novelas norteamericanas ambientadas frontal o tangencialmente en los campus universitarios o en otro tipo de instituciones educativas de la nación: La mancha humana, de Philip Roth, El mundo según Garp, de John Irving…, entre otras, como mismo el tema ha estado presente en las dos versiones cinematográficas de Good bye Mr Chips, en Mr Holland´s Opus o en Mona Lisa smile. Un país con más de dos mil universidades claro que debe generar textos sobre tan peculiar micromundo, con sus particularidades y sus pasiones, sus conflictos y sus perversiones (“Una escuela es como un pequeño pueblo –anota Brian Aspinwall en su diario), pero esta novela es también un canto a la devoción, tal vez apasionada en exceso, del discípulo por el maestro, un recorrido entre las falencias de la sociabilidad y los prejuicios raciales y de clase, un retrato de las rigideces mentales de los estratos mejor favorecidos, el close-up a una sociedad cerrada, a un feudo formador de políticos y de sacerdotes que con el tiempo se ha ido abriendo, a contrapelo del rector Prescott, hacia los senderos para nada idealistas de los negocios, la banca y la abogacía, o como diría con amargura el mismo anciano ya retirado: “la casa en Long Island, el yate, la gente bien, lo obvio”.
Es este —además— un relato que aúna otros relatos, que los echa a volar. Atrapado en la red de la fascinación por el clérigo y fundador Francis Prescott, el narrador empieza a concebir la idea de adentrarse en la historia y la personalidad de su maestro con vistas a la futura redacción de una biografía suya. Para ello, a medida que entran y salen personajes de diferente realeza como en una pieza de teatro isabelino, aparecen en la novela, intercalados entre las páginas de su diario, los testimonios de los allegados al rector: el del también anciano y eterno dandi Horace Havistock (cuya intensa amistad juvenil con Prescott nos recuerda ese algo ambiguo que destilan las páginas de El último encuentro, de Sandor Marai), las notas del abogado David Griscam, funcionario a la sombra del padre fundador, el monólogo de Cordelia Prescott, la hija disoluta y agnóstica, quien considera la torre de la capilla del colegio “tan fea como el Dios de papá”, las memorias de Jules Griscam, hijo del funcionario anterior y el peor de los alumnos que pasaran por la institución en sesenta años, un joven voluptuoso que fustigaba “la pervertida virulencia de la conciencia puritana” del rector Prescott y que muriera en un supuesto accidente automovilístico –que otros verían como un suicidio—en una carretera europea…, el reprochable Jules, el alumno marginal, el que discrepaba en la clase de religión y no escondía su predilección por los autores paganos; toda una polifonía de voces y criterios canalizados en una estructura narrativa de relato dentro del relato que recuerda un cuento de Flannery O´Connor titulado La cosecha o una novela de John Irving como Una mujer difícil: texto dentro del texto, matrioska rusa, caja china.
De tanto consumir escritores secos e impactantes (Carver, Capote) o intensos y desgarrados (John Cheever), o sucios y aventureros (Bukowski, Kerouac) o aparentemente sencillos, hurgadores de la cotidianidad y de las entretelas del matrimonio (John Irving, Richard Ford), hemos olvidado que la narrativa norteamericana también tiene su aristocracia, su veta de sangre azul, sus escritores estilo Jünger, Italo Svevo, Sandor Marai… Ya lo había adelantado Roland Barthes de modo general en 1944: “La literatura tiene sus santos, sus pontífices, sus teólogos, sus indiferentes, sus jansenistas, sus patronatos, sus mártires, sus detractores, sus locos, sus embaucados…”
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