Archivo de la categoría: Relatos

Agua de la calle

grifo

Dinorah retira el jarro de agua hirviente del fogón y la deja caer en un cubo de plástico resistente, donde terminará refrescándose antes de ser envasada en varios pomos, y de ahí al congelador. He observado este procedimiento suyo día a día, incluso dos veces en una jornada, durante casi veinte años.

Dinorah es un animal de cocina. Muy pocas veces la he visto permanecer por media hora en algún otro lugar de la casa. Ahora vuelve a colocar el jarro en el fregadero –un jarro con una espesa costra blanca en su interior–; abre la llave para llenarlo. Pero eso que llamamos agua de la calle, la que circula por todas las casas del vecindario, la que llega mediante bombeo desde el acueducto más cercano, esa agua se ha agotado; a lo que sigue que Dinorah deba cerrar la llave de la entrada y abrir, justo a la altura del lavadero, la llave de salida de esa otra agua que ha ido almacenando en sendos tanques plásticos en el techo de la casa. Agua de la calle, agua de la casa…: esos son los códigos, y en esto, si se quiere, se nos ha ido la vida.

— No te vayas –me dice sin levantar la mirada–, te voy a servir un pedazo de flan.

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Caramulo

agua CaramuloCon las risas olvidamos sobre la mesa las galletas para el resto del viaje. Hacía más de diez minutos que habíamos dejado atrás el parador en la autopista y aún reíamos despiadados con tan sólo mencionar aquella marca de agua mineral en botellas de medio litro.

Caramulo –le había explicado—podía ser algo así como un grito desde la ventana de un ómnibus escolar hacia un transeúnte bien feo.

Ella conducía, yo había reclinado mi asiento casi hasta el límite, veía pasar el cielo de la carretera mientras con el índice de mi mano derecha palpaba una zona todavía tibia en la piel de mi cuello.

— Ayer me mordiste duro…

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La sangre

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El día anterior José Julián había auxiliado con su carro a un hombre herido. Esquivaba sin premura los baches de una calle de El Cerro cuando, al desembocar en una esquina del Parque Manila, un hombre negro se abalanzó sobre el capó del carro agitando los brazos y le anunció  –porque no puede decirse que haya sido un pedido–  que necesitaba llevar de inmediato a su amigo, un hombre blanco que sangraba por la espalda, al Cuerpo de Guardia de lo que, desde hacía más de cincuenta años, todos conocían como La Covadonga.

Eran las cinco y media de la tarde y al hombre blanco otro hombre le había asestado –José Julián nunca supo por qué– dos punzonasos en un pulmón.

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Un hombre con una pistola

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El hombre entró en la tiendecita de la gasolinera de 31 y 20 y apuntó a la muchacha con una pistola. Eran cerca de las nueve de la noche, hora en que la ciudadanía en pleno empleaba su vista ante la pantalla del televisor. Afuera, de espaldas a la pared de cristal del establecimiento, el empleado del overol gris seguía pendiente del curso disparado de la bomba de gasolina con la que abastecía a un Daewoo rosado con una música estridente.

Adentro el hombre apuntaba con la pistola y a la mujer se le desencajaba un rostro que hasta hacía unos minutos desprendía el aroma de unos aretes de oro, un perfume chillón y el vaho plástico de un tinte de cabello rubio cenizo, horriblemente horrible —aunque esto último ella lo ignorara.

—Es sencillo. Me das el dinero, no gritas, no lloras, no llamas a nadie. Luego me voy. Cuentas tres minutos y llamas a la policía —su tono era calmo, sosegado, incluso metódico, como el de un croupier de casino.

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El parqueador, Walter y el aeroplano

opelHilario era de los pocos que habían regresado de la Base Naval de Guantánamo. Cuando llegué a tener una relación más cercana con él  –lo conocía de vista desde mucho tiempo atrás–, hacía años de aquel suceso del que ya nadie hablaba. Tenía unos cuarentitantos años, creo que menos de cuarenta y cinco, un hijo gay de veintitrés con el que no vivía y apenas conversaba, y una mujer gruesa mucho mayor que él. Hilario fungía como responsable del parqueo colectivo en donde yo parqueaba mi carrito viejo, un Opel con motor soviético pintado a brocha de rojo ladrillo.

— Estoy cobrando la mensualidad  –me decía cada mes, cerca del día veinte, cuando yo apagaba el motor y él se acercaba a la ventanilla con una libreta de escolar y un lápiz pequeño. Entonces yo sacaba la billetera y en vez de los treinta pesos acordados desde el inicio, los mismos que se le cobraban a cada propietario por un mes de cuidado exclusivamente nocturno, extendía mi mano con dos billetes de veinte que él aceptaba gustoso, próximo a mí, dejándome percibir un ligero olor a alcohol en su aliento, no mucho, sólo algo leve, leve y habitual, algo incorporado ya al tono ordinario de su paladar.

No sería sincero si afirmara que Hilario me caía mal. A pesar de que sabía que a Hilario le gustaba mi mujer por el modo en que la miraba cuando llegábamos de noche al parqueo y ella salía del carro, entradita en carnes como siempre ha sido, y cogidos de la mano lo saludábamos y bajábamos en paz la colina que separaba al parqueo de nuestro edificio, a pesar de ello nunca tuve celos de él ni mucho menos experimenté un sentimiento mezquino hacia su persona. Quizás él sí supiera que yo tenía conocimiento de su admiración o su deseo o sus heroicas ganas hacia mi mujer…; pero ahora eso no tiene importancia. Tampoco creo que la palabra heroico sea la más acorde con su naturaleza.

Lo que sí es cierto es que cada vez que me topaba con Hilario en el parqueo, ya se me acercara con su lápiz mocho y su libreta de escolar o simplemente me dirigiera un saludo desganado con un movimiento del brazo, cada vez que Hilario aparecía ante mi retina yo pensaba en Walter Benjamin.

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Rotunda piel

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Uno

Ha entrado por puro azar una pestaña en su boca y, mientras camina, cata la textura de este pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las estrías del velo del paladar. Acaba de asistir a la última presentación de la temporada invernal de ópera en el Gran Teatro y se dispone a pagarse –pestaña en la boca– una mujer de algo más de diez pesos en los alrededores del bar Cienfuegos. Como un asesino de ancianas que llega a casa y se prepara un emparedado con hojas de lechuga y una telilla de jamón barato, mientras camina por la acera del Capitolio este hombre compara a esas mujeres cantoras de busto permanente a las que una zanja profunda les parte el pecho, con los senitos rimbombantes de la mulata ecuestre con la que esta noche pretende negociar, una holguinera huesuda con colmillos superiores enfundados en oro que sale a la calle en días alternos, justo cuando su marido trabaja de custodio en una fábrica de tabacos.

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Muerte de un extraño apellido

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Al incautar sus pertenencias y clausurar el cuarto modesto de la calle Muralla, aquel capitán de la joven Policía Revolucionaria, delgado, de barba incipiente más cristiana que rebelde, y empeñado en ocultar con un tic de su lengua hacia afuera una leve marca de labio leporino, daba por cerrado el caso del occiso Benito Kozman, un hombrecito de unos cuarenta años, raro como su apellido y sus costumbres, hallado cadáver hoy 3 de agosto de 1962, según consta en un acta mecanografiada a prisa en la comandancia municipal con la tipografía de una máquina Underwood bastante maltratada que antes había pertenecido a la redacción de la revista Carteles. Sigue leyendo

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Un largo camino de nombres

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Mamá murió a principios de julio y un par de meses más tarde ya yo estaba peleado con mi hermana. Quería cobrarme el derecho a vivir en nuestra casa y con ese dinero irse del país. Dice que durante treinta años pintó las paredes, baldeó el piso, decoró los interiores con serigrafías de pintores de éxito. Es como si a mis sesenta años tuviera que pagarle el costo de 150 latas de pintura blanca o rosado pastel. También la mesa familiar, rectangular, de madera buena, que hicieron redonda sin el consentimiento de mamá, el timbre con su sonido de campana navideña, la langosta disecada que su marido pegó con resina en la pared del comedor.

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La Patria

La bomba estalló ante la puerta de la carnicería La Patria. Allí, en las alforjas de un caballo de tiro (un borrico quizás) la habían dejado a primera hora del día los enemigos del pueblo, o los insurgentes  –según se mire–, o simplemente los colocadores de bombas.

Cuando los curiosos se acercaron al portón deshecho y al mostrador humeante no lograron distinguir entre una carne y la otra. Un perro osado se acercó e intentó husmear la mitad de un ojo que colgaba de una venilla incrustada contra la cerradura de una puerta. Parecía un péndulo de reloj que una rara vibración no dejara de mover. Tal vez eso fuera lo único identificable. Eso y un trozo florido de un vestido de mujer.

— A lo mejor esto no es más que un lío de faldas  –murmuró alguien en el grupo.

La Patria en pedazos, anunció el titular de un periódico local a la mañana siguiente.

Dos días más tarde reventó otro burro (que un cronista ampuloso llamó corcel de fuego) en el lejano pueblo de San Martín de los Cuchillos, específicamente en una bodega llamada La Cariñosa.

Sí  –pensé–, aquel hombre tenía razón: quizás sólo fuera un asunto de faldas.

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