París no sale de su asombro. A tres semanas de la detención de Dominique Strauss-Kahn justo cuando acomodaba su pesado cuerpo en uno de los asientos de primera clase de su avión con destino a la vieja Europa en el aeropuerto John F. Kennedy, en la capital francesa no se habla de otra cosa, más allá de los quejidos de los indignados ligth de la Place de la Bastille e incluso de la alarma por el avance de la Escherichia coli desde tierras alemanas. Un clochard un tanto atarantado que pasa su caluroso día de principios de junio sobre un colchón colocado junto a un quiosco de periódicos y tarjetas postales en una de las esquinas del Museo de Arte Moderno me pide un cigarrillo que no tengo y al acto mira detrás de su cabeza, donde brillan un par de fotos del Presidente del FMI ahora en espera de que la justicia opere, me observa severo, mueve su mano derecha como si espantara una mosca y esclama: bah, siempre es lo mismo.
Mientras en Nueva York la prensa de todos los calibres se frota las manos –¡un nuevo affaire Lewinsky!, ¡peor!, piensan algunos; «The big story», anuncia el New York Post–, en París no han sido pocos los que han mostrado su sonrojo ante la caída en desgracia de quien para muchos seguía siendo el caballo de batalla del Partido Socialista de cara a las elecciones presidenciales del año próximo; nada menos que el único capaz, por su experiencia en materia financiera, su carisma, su verbo seductor, su imagen playboyesca, de retar a Nicolas Sarkozy y de conducir hacia el poder al partido de la rue Solferino después de tantos años de devaneos; el mismo hombre, el encargado de reajustar el desastre económico mundial de los últimos tiempos, de quien hace menos de un año la revista Newsweek había afirmado que «podría conquistar Francia después de haber salvado al mundo».
Pero la historia es otra. Según ha trascendido desde aquel 14 de mayo, Nafissatou Diallo, una camarera inmigrante de origen guineano, de 32 años, musulmana, viuda y madre de una hija adolescente, vio abalanzarse hacia ella el cuerpo desnudo del patrón del Fondo Monetario Internacional mientras, sin saber que el huésped se encontraba en el baño, la empleada intentaba «hacer la habitación» en la suite presidencial número 2806 del Sofitel de Times Square, en la calle 44 de Manhattan, donde trabajaba, discreta y afanosa, desde hacía tres años. Ella a «hacer la habitación»; él, como al parecer era su hábito, a «hacer el pan», una expresión muy, muy de Centro Habana.
Desde entonces el affaire ha «hecho» la portada de 150 000 periódicos en el mundo, según Kantar Media, un instituto especializado en «ruido mediático». En el lejano Moscú, Vladimir Putin, Primer ministro ruso salido de las filas de la KGB, insistía el 27 de mayo en la idea de un complot contra el expatrón del FMI, según un cable de Interfax citado por el diario Libération. Pero, «cuál es la razón profunda de este tsunami? –se pregunta el escritor Philippe Sollers, otro inveterado seductor, en su columna de Le Journal du Dimanche del pasado 29 de mayo— El aburrimiento. Un aburrimiento angustioso, sofocante, incontenible, que invadió cada vez más a este rey del mundo financiero, ya virtual Presidente de la República francesa. No crea usted que resulta agradable saltar de reunión en reunión, ver pasar vertiginosamente delante de sus ojos millones de dólares con los que se penaliza a los griegos, a los españoles, a los portugueses, a los irlandeses, de estar consciente de lo peor mientras dice lo contrario, de respirar en el corazón de una catástrofe…; el stress garantizado».
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