Cien de Bebo

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Cuenta Javier Estrella, director del Festival de Jazz de Madrid, que en 1997, a raíz del Premio Cervantes de Literatura concedido a Guillermo Cabrera Infante, se le pidió que organizara un concierto homenaje al escritor cubano en el marco de su obligado viaje a Madrid; a lo que siguió un par de gestiones y una llamada a Estocolmo, Suecia, donde Bebo Valdés, un veterano músico caído en el anonimato llevaba viviendo desde hacía más de treinta años.

Acertada idea esta, la de reunir en un mismo espacio, el del teatro del Círculo de Bellas Artes de la capital española, a dos hombres que sintetizaron el ser de una nación, dos hombres –además—que llevaban varias décadas bregando lejos de su país, dos grandes exiliados.

Con la muerte de Bebo Valdés a sus 94 años desaparece, en palabras del propio Javier Estrella, “un músico sabio, humilde, que pertenecía a una época regida por la caballerosidad, la elegancia, el respeto, el amor al trabajo bien hecho”.

Su nombre real era Ramón Emilio Valdés y había nacido el 9 de octubre de 1918 en Quivicán, un pueblito anodino a más de media hora de La Habana, pero todos lo conocían por Bebo, el hombre que pasados los ochenta años llegara a ganar nueve premios Grammy. Hasta hace muy poco, a Bebo Valdés se le podía ver caminando por las calles del barrio obrero de Haninge, en Estocolmo, o en el bar más cercano a su último domicilio en la localidad malagueña de Benalmádena, en pleno sur español.

Compositor, arreglista, director de orquesta pero sobre todo hombre del piano, el Caballón, como se le conocía desde joven por su desmesurada talla de 1,84, hacía mucho rato que había pasado a la historia de la música por su aportación en el desarrollo del jazz latino a nivel mundial y por su contribución a la difusión de la música popular cubana, sobre todo en su momento más notorio, en mitad del siglo veinte.

Su condición de precursor de las descargas de jazz afrocubano lo sitúa en las plazas más concurridas de La Habana de los años cuarenta, en paralelo con el auge del bebop en los clubes de New York, de la mano de figuras como el también cubano Mario Bauzá y los norteamericanos Charlie Parker, Dizzy Gillespie y James Moody. Es en esa primera época de gloria que Bebo Valdés, ya en la orquesta de Julio Cueva, compone su célebre mambo jazzeado “La rareza del siglo”, un gesto de modernización sonora irremediablemente ligado al apogeo de figuras como Dámaso Pérez Prado y Benny Moré.

Diez años con sus interminables noches estuvo Bebo Valdés en el legendario cabaret Tropicana bajo la batuta del maestro Armando Romeu. Allí sus largos dedos sobre el teclado acompañaron a figuras del patio como Rita Montaner y Celia Cruz, o al afamado Nat King Cole, con quien grabó, entre tantos, los temas “El bodeguero”, de Richard Egües o “Noche de ronda”, de Agustín Lara; al tiempo que participaba en las “descargas”, notorias jam session de afrocuban-jazz que, junto al percusionista Guillermo Barreto y a diversos músicos norteamericanos, organizara y grabara el productor Norman Granz, fundador del mítico sello discográfico Verve.

El fin de la década del cincuenta lo sorprende como director musical del bolerista chileno Lucho Gatica con quien recorrió teatros de México y España, pero la mayor sorpresa del momento fue la llegada de Fidel Castro a La Habana y los cambios radicales que se producirían a partir de esa fecha en la familia Valdés.

En 2005, de paso por el Festival de Jazz de Punta del Este, en Uruguay, Bebo rememoraba de este modo para el diario argentino La Nación: «Imagínate, se acabó la libertad hasta para hacer música. Una noche se me acercó un tipo con un carnet para preguntarme por qué tocaba esa música, que era un clásico de jazz que yo aboleraba. Le dije que a él no le incumbía y me respondió altanero que él trabajaba en el gobierno para controlarme y respondí que estaba perdiendo el tiempo conmigo, que a mí no me decían qué tenía que tocar. Me echaron. Era un comisario político».

De ahí que, en compañía del cantante Rolando Laserie, en octubre de 1960 tomara el avión que lo condujo a México, primera escala de una lista de capitales por las que deambuló con sus dedos alargados y ágiles como única herramienta, hasta que en 1963 llegó a Suecia como pianista y arreglista de los Lecuona Cuban Boys y decidió fijar su morada. Tenía 44 años, había dejado atrás su país, el sitio de su realización profesional, sus padres, sus hijos…

Empezaba entonces una segunda parte de su vida, extensa, silenciosa, la del exilio. Y el exilio es dolor, no hay otro modo de describirlo. Cabrera Infante, Nabokov, Brodsky, tantos otros, han hecho arte del dolor del exilio. En Estocolmo, en días negros a pesar de las noches blancas, una de las más virtuosas manos izquierdas del jazz interpretaba melodías simplonas, baladas rock y pop, temas de The Beatles para complacer a comensales de restaurantes, a asiduos de bares y a huéspedes de hoteles de lujo. Una vida oscura, de padre de una nueva familia, de pianista de temas complacientes en el lobby-bar de un hotel de ciudad: treinta años sin existir.

Ya habían muerto sus padres en La Habana, cuando en 1978 Bebo pudo malamente reencontrarse en New York con su hijo Chucho Valdés, considerado hoy uno de los grandes jazzistas de la historia, al nivel de Michel Legrand, Herbie Hancock, Chick Corea o Brandford Marsalis; un encuentro que se repetiría en lo sucesivo para regocijo de la buena música y que tendría su punto culminante en la grabación del disco “Juntos para siempre” que en 2009 obtuviera el premio Grammy al mejor álbum de Latin Jazz. Ese mismo año, el hijo pródigo afirmaría: «Mi padre fue y es mi maestro, y grabar juntos ese disco era un gran sueño».

La tercera vida de Bebo Valdés, esa de la vindicación, se inició cuando el clarinetista Paquito de Rivera tocó a su puerta de músico ya jubilado en la helada Escandinavia, se lo llevó por unos días a Alemania, en 1994, y junto a una banda de veteranos músicos también cubanos grabaron el disco “Bebo Rides Again” con números del repertorio clásico del jazz afrocubano y otros del mismo Bebo, de entre los que se distinguen “Anda”, “La comparsa” o el tristísimo tema “Veinte años”.

Poco tiempo después se concretó su renacimiento cuando el cineasta español Fernando Trueba lo invitó en el año 2000 a participar en su filme “Calle 54”, filmado en Manhattan, con un elenco de talentos de todas partes como Tito Puente, Michel Camilo, Arturo O´Farrill, Cachao, Gato Barbieri y otros tantos; siendo el momento más rotundo de este filme el del abrazo de Bebo Valdés con su hijo Chucho, a lo que sigue una altamente emotiva interpretación a cuatro manos de “La comparsa” de Ernesto Lecuona. “Fue la historia de amor de la película”, como ha recordado el mismo Fernando Trueba.

Al enorme éxito de esta producción para cine le sucedió la publicación de un CD doble con todos sus temas y seguidamente, en un encadenamiento de momentos de gloria, la realización del disco “El arte del sabor”, premio Grammy 2001 al Mejor Álbum Tropical Tradicional, en el que, en pequeño formato junto a Cachao y a Patato Valdés, Bebo hace gala de su versatilidad y su savoir faire.

Fue en esa época que, como simple espectador del filme “Calle 54”, el cantaor flamenco Diego “El Cigala” quedara seducido por la interpretación que Bebo y Cachao hicieran del clásico tema de Miguel Matamoros titulado “Lágrimas negras”, y al acto le pidiera a Trueba que le presentara al viejo “caballón”; encuentro que se ramificó hasta la producción del disco homónimo, un empaste divino entre el piano cubano y el alma gitana, premio Grammy Latino en 2004, con casi un millón de copias vendidas y la consideración de New York Times como el mejor álbum de música latina de ese año.

Le siguieron para Bebo Valdés, víspera de sus noventa años, los discos “We could make such beautiful together”, con el violinista uruguayo Federico Britos;Live at Village Vanguard”, con el contrabajista español Javier Colina, o, en 2004, el CD doble “Bebo de Cuba”, que contiene temas relevantes como “Cachao, creador del mambo”, “Nocturno en batanga” o “El solar de Bebo”, y que, por primera vez en un formato gigante de jazz band, reúne las manos fabulosas de Paquito D´Rivera o de Juan Pablo Torres, así como el quehacer de los mejores músicos newyorkinos del momento: Mike Mossmann, Andy González, Papo Vazquez, Ray Vega, Steve Berrios, Milton Cardona o Bobby Porcelli.

“Su humanidad, su bondad, su humildad, su alegría, su inocencia, eran desarmantes”, expresó conmovido, unas horas después de la noticia del fallecimiento de Bebo Valdés, quien fuera su valedor en los últimos trece años: Fernando Trueba, productor además del documental de Carlos Carcas “Old man Bebo” y director de otro, más extenso documental, “El milagro de Candeal”, de 2004, sobre el trabajo que desempeña el músico Carlinhos Brown en una favela de Salvador de Bahía, en Brasil, a donde Bebo Valdés llega, en una especie de reencuentro con sus raíces africanas.

Seguidamente, sumido el veterano músico en un periodo vertiginoso de conciertos, giras y grabaciones, apareció “Bebo” (2006), un disco en solitario en el que queda trazado un balance finísimo de la música cubana de todos los géneros y para el cual el mismo artista escribió: «Este disco expresa la nostalgia de cosas, gentes y lugares que ya no existen, de la juventud que se fue, de las personas a las que amé, de un mundo que se va o ya se ha ido».

Recuperado felizmente en los anales de la historia de la música popular del siglo XX, vitoreado en los más famosos festivales de jazz del mundo, Bebo Valdés se regaló por sus noventa años el más entrañable de sus legados pianísticos, el disco “Juntos para siempre”, grabado en noviembre de 2008 junto a ese vigoroso pianista que es su propio hijo Chucho Valdés, tête à tête, mirándose fijamente a los ojos, sonriendo el uno, asintiendo el otro, ambos aferrados a su razón de ser: un enorme piano.

De este registro memorable resaltan dos piezas totalmente diferentes: la interpretación de “Tea for two”, compuesto por Vincent Youmans en 1925, uno de esos temas del repertorio antológico norteamericano con los que Bebo tanto gustaba recrearse; y luego la versión a dos pianos del bolero de Osvaldo Farrés “Tres palabras”: momentos cumbres en este álbum que en el mismo 2009 obtuviera el galardón al Mejor Álbum de Jazz Latino en los Grammy Latinos, e idéntica distinción el año siguiente en la 52 edición de los American Grammy Awards.

Como colofón a este renacimiento de las manos frágiles y ligerísimas de Bebo Valdés, el Berklee Collegeof Music de Boston le concedió en mayo de 2011 el título de Doctor Honoris Causa, tras lo cual el legendario músico pasó a acompañar una lista de ilustres galardonados entre los que se encuentran para siempre Paco de Lucía, Chick Corea, George Benson, Duke Ellington o Quincy Jones. Pero esta noticia agarró al “caballón” Valdés en plena faena: para esa fecha sus manos y su bagaje estaban nuevamente al servicio de su amigo Fernando Trueba durante la realización del trabajado filme de animación “Chico y Rita”, una historia de amor y desamor, de exilio, de muerte, de dolor, pero sobre todo de pasión por la música, para el cual la vida y la entrega de Bebo Valdés fueron la única inspiración.

Ninguneado durante cincuenta años por la prensa de su país, evitado en los diccionarios de música nacional, Bebo Valdés es hoy más conocido en buena parte del mundo que en su propia nación. Apenas un par de notas a modo de obituario, mecánicamente copiadas de las agencias internacionales de prensa, aparecieron en La Habana al otro día de su deceso en Estocolmo, a donde lo habían llevado sus hijos tras el empeoramiento del Alzheimer que le aquejaba.

Morir en Arroyo de la Miel, en Málaga, su última tierra de exiliado, hubiera sido acercarlo al menos al calor y a los sonidos que le eran cercanos. Bebo terminaba su existencia terrenal a los 94 años junto a los restos de Rose-Marie Perhson, la esposa sueca que lo acompañó en sus aciagos momentos. Cuenta el historiador de la música Cristóbal Díaz Ayala que no ha conocido a nadie como Bebo Valdés, “con la mirada más triste, cuando se mencionaba a Cuba”.

En su particular semblanza para la prensa a unas horas de la muerte de su amigo, Fernando Trueba ha testimoniado que las últimas melodías que escuchara Guillermo Cabrera Infante en su cama de hospital fueron las de Bebo Valdés: solo, al piano. Como Nabokov en el cementerio de Clarens, en Suiza; como Joseph Brosky en el Cimitero di San Michele, en Venecia, o como el mismo Cabrera Infante en Londres, Bebo Valdés descansa ahora en la fría Estocolmo: lejos, definitivamente lejos.

 

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