La taxista nos dejó a una cuadra peatonal del hotel que una agencia de viajes on-line había reservado para nosotros.
«La más barata, por favor» —creo que escribí en el último de nuestros tres mensajes.
La nota informativa decía: «En El Corazón De Las Ramblas», así, cada palabra en mayúsculas, y eso nos había llenado de ingenuo regocijo, la primera sensación de todo turista.
(Recordé las caras de los turistas en el Malecón de La Habana y el cuño de dólar estampado en sus frentes.)
Desembocamos en el Passatge Escudellers: número 7, 1er piso, 1ro A.
Una señora hirsuta, mirada plomiza, comportamiento de quien sospecha y pañuelo azul pálido a la cabeza nos entregó la llave de una habitación de dos camas separadas, un ventilador de techo y un lavamanos donde, mientras mi acompañante dormía, yo orinaba en las madrugadas.
La ducha y el inodoro quedaban en el otro extremo del pasillo. De noche se escuchaban conversaciones en árabe.
—C’est un taudis —exclamaba Othello cada vez que se acordaba del tema.
Aunque lo pareciera, nunca tuve la sensación de dormir en un foco de islamistas furibundos.
Eso sí, hasta el nombre del lugar era ambiguo: Hostal Turisol. En eso estábamos de acuerdo.
......
Convencí a Othello para subir al Mirador de Colon. Un viento fuerte bamboleaba aquella torre de piedra.
En el elevador sólo cabíamos tres personas: el ascensorista, mi amigo y yo. El hombre se dirigió a nosotros en catalán. Le hice saber que Othello era francés, de apellido italiano y un abuelo vietnamita, y que yo era cubano.
—Ah, cubano —me dijo, todo el tiempo en catalán—. Al menos ustedes hace un siglo que se liberaron de los españoles.
Por un momento pensé que hablaba de política.
En realidad no entendía mucho. El hombre hablaba en catalán, yo trataba de comprender aquella versión del castellano que no me era tan ajena (mi abuelo materno había sido gallego: no habría mucha diferencia —me dije) y traducía a la vez al francés para que mi amigo no ocupara su tiempo pensando en la altura y en el vértigo.
Arriba sólo estuvimos un minuto. La torre seguía bamboleándose. El salitre y el polvo impedían la vista tras los cristales del mirador. Era como tener la mirada nublada, como estar medio ciego.
Mientras bajábamos yo pensaba en la ceguera. Lo siento, no lo podía evitar.
......
La última noche fuimos al Casino de Barcelona, a unos pasos del Puerto Olímpico.
(Debo reconocer que crecí en La Habana escuchando horrores de los casinos, los juegos de azar, la lotería…)
Me sorprendió que en la recepción tomaran mi pasaporte y que mi cara quedara registrada mediante un par de cámaras, justo detrás de la chica de la sonrisa congelada que me devolvía mis documentos con el ticket adentro.
«Sociedad de control» —me dije y bajé eufórico.
Jugué a la ruleta como un obseso, compartí palmadas en el hombro con tres chinos que no paraban de hablar y un jubilado con aires de franquista. Al principio gané: jugué mucho al 13, fecha de nacimiento de mi hija Daniela. Luego perdí los 80 euros con los que en La Habana hubiera sostenido por un mes a mi familia.
Al final pedí una cola con una rodaja de limón y salí igual de eufórico.
Afuera se me acercó un hermoso travesti, me tomó del brazo, me dijo: ¡niño, niño!
Y yo salí corriendo.
…………..
Publicado en Penúltimos días, 14 de enero de 2008
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