Sergio Pitol, la época del spartiacque*

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Sergio Pitol y sus perros. Foto: Paolo Gasparini

Será por la alta dosis de whisky que ha estado consumiendo a solas tras haber escapado de una iglesia romana a la que había acudido como turista junto a su mujer y su hijastro…, pero en “Cuerpo presente”, un relato escrito por Sergio Pitol en la capital italiana en enero de 1962, a Daniel Guarneros, el protagonista, le ha dado por la confesión y la catarsis.

Allí, en medio de sus baladronadas, tras el recuento de sus años libertarios en el México de los años cincuenta, aparece lo político como mala conciencia, como pústula de la que ya no podemos desligarnos. Guarneros evoca su involucramiento en las instancias del poder, su asimilación, la necesidad apremiante de “desvanecer ficciones”, de dejar en claro que en la vida pública de los mexicanos “no tendría ya cabida el desorden”, un reflejo que nos conectará con el Don Antonio de “Un hilo entre los hombres”, escrito al año siguiente, y con muchos otros de sus personajes.

Hay aquí, por supuesto, alusiones a corrupciones (“por haberse ligado con los más deshonestos”) e incluso a delaciones; hasta que todo confluye en un sueño orgiástico, entre risas, alcohol y malas caras, como en aquella escena inicial de Mamma Roma, de Pasolini –casualmente también de 1962—en la que, mientras entran los cerdos engalanados y Anna Magnani canta con desfachatez, todo es feliz y obsceno, aunque marcado prontamente por la tragedia.

“Supo en ese instante hasta qué punto se detestaba y de qué manera los hechos que conformaban su vida se habían vuelto estúpidos e innobles.” Este mismo hastío de la existencia, propio de no pocos personajes de Pitol, ha sido también el de mucha de la izquierda latinoamericana que supuró vehemencia, fundamentalmente a partir de 1959; una energía que, según los contextos nacionales y los encontronazos puntuales, torció en muchos casos por sobre los senderos de la desilusión y el alcohol, el exilio voluntario y el abandono total de las pretensiones partidistas.

Estamos, pues, en la época del spartiacque, del parteaguas pitoliano: “Mi despertar a la vida en muchos aspectos, incluido el político, fue mi viaje a Italia –declaró el escritor en entrevista con Héctor Orestes Aguilar, publicada en el número de enero-febrero de 1991 de la Revista de la Universidad de México-. Al estar allí me encontré con un panorama totalmente distinto, con grupos que se expresaban en un lenguaje político que hubiera sido poco comprendido y quizás escarnecido por la izquierda mexicana, por lo remoto que era. (…) Allá yo era una especie de no entidad que quería enriquecerse de todos los elementos posibles. Es la única vez que he estado cerca de un renacimiento a la vez político y cultural.”

Sin embargo, no es Roma sino Varsovia la ciudad que condiciona la madurez política de Sergio Pitol hacia la izquierda antitotalitaria, así como el redondeo en la visión cosmogónica de su obra literaria. No por gusto, Vila-Matas se ha referido a la “sospechosa felicidad” evidenciada por su amigo en los países del Este.

“De la Unión Soviética me atraía la eliminación de privilegios económicos y sociales, la lucha contra la miseria -apuntaba en Autobiografía precoz, de 1966-, pero el aspecto totalitario del régimen me escalofriaba, aún más su literatura; alguien tratando de convencerme de las virtudes del comunismo me regaló un lote de novelas de la nouvelle vague estalinista: aquella fue una experiencia macabra”.

El mexicano había huido de China, como en “Tantas veces en lugares distintos” lo recordó su amigo Enrique Vila-Matas, “incómodo porque [le] había tocado vivir la pesadilla cotidiana de ser controlado y espiado implacablemente por un esbirro de Mao”. Y en la capital polaca encontró, según le asegurara a Héctor Orestes Aguilar, “un acervo de literatura occidental”, a pesar de las todavía vigentes huellas de la Segunda Guerra Mundial: “Era el periodo de Jruschov en la URSS y en Polonia se vivía una experiencia liberal que iba, lamentablemente, a acabar muy pronto. Se podía ver mucho cine extranjero, se hacía un cine muy interesante y había una literatura muy interesante. (…) Cuando yo llegué era un momento de optimismo general. Se pensaba que el régimen se iba a hacer cada vez más liberal. Todo esto se cercó después de la destitución de Jruschov en la URSS -y por ende después de la vuelta al poder en Polonia de las fuerzas más ligadas a posiciones ortodoxas”.

Parecería, pues, por haberse alejado del activismo político que han ejercido contemporáneos suyos como Carlos Fuentes, Vargas Llosa o Jorge Edwards, que el escritor Sergio Pitol ha permanecido desconectado del sujeto político medular que determina el siglo XX: de la eclosión, el carisma y la impronta perniciosa del totalitarismo. Pero no es así. Si bien se le ha visto más en los foros dedicados, entre otros, a la novela, a la traducción y a los viajes, si en la crónica “Viajar y escribir”, de 1993, publicada en El arte de la fuga, defendía el esplendor de la obra de arte en sí misma, de Palladio a Orozco, de Giorgione a Matisse, por encima de lo “ramplón e intrascendente” del lenguaje de “la política práctica”, Pitol no ha dejado de ser un observador avisado de las entretelas políticas de nuestros tiempos.

Él mismo lo ha relatado en Autobiografía precoz, cuando se refiere a su estancia en la Caracas convulsa de Pérez Jiménez, patrullada constantemente por el ejército; al caso del proceso contra los esposos Rosenberg, a la etapa álgida del macartismo y a la manera en que leía y asimilaba Canto General, de Neruda, como una “verdad profunda”.

Para asombro de los lectores menos advertidos, en entrevista para El País, aparecida el 8 de octubre de 2005, Carlos Monsiváis opinará que la política de izquierda había sido una de las “obsesiones cotidianas” de Sergio Pitol. En su respuesta, este responderá rememorando el inicio de su amistad en el lejano 1954, en la universidad, durante las protestas contra el golpe de estado en Guatemala, a lo que seguirá un balance de los últimos cincuenta años, con un alto en la derrota de la hegemonía del PRI, que Pitol ve como “un paso importante hacia la democracia”.

Su ojo político también se dejará ver en el texto “El narrador”, de 1991, igualmente publicado en El arte de la fuga, al destacar El siglo de las luces como “una amarga y profunda reflexión sobre los ideales políticos: la revolución, su triunfo, su transformación en razón de Estado; ideales mantenidos en proclamas políticas pero negados y combatidos en la práctica”. Su dictamen será lapidario: nunca más en la obra toda de Alejo Carpentier encontraría Pitol “la misma tensión”.

Pero más allá de los libros, es de destacar que en 1968, ya entonces como funcionario diplomático, Pitol decidiera abandonar su cargo en la embajada mexicana en Belgrado, como respuesta a lo acaecido en la Matanza de Tlatelolco, según él mismo confiesa en su “Diario de Escudillers”, escrito un año después. “Regresé a México -acota- y encontré una atmósfera irrespirable”. En ese mismo otoño, Octavio Paz renunciaba a su puesto de embajador en la India, mientras a otros intelectuales de izquierda no los había asistido aún -algunos demoraron hasta décadas- la suspicacia necesaria que entender que todos los totalitarismos, tengan el color que tengan, caben en la misma vieja marmita.

Lo que queda claro es la categórica filiación de izquierdas de Sergio Pitol, su simpatía por el “socialismo con rostro humano” propuesto por Alexander Dubcek para Checoslovaquia en 1968, y su rechazo a “esa infamia” de la ocupación militar de los países del Pacto de Varsovia, con la URSS a la cabeza. De ahí su impacto cuando fue nombrado embajador en Praga, en 1983, y, al desembarcar, constató que, a pesar de los quince años transcurridos, no se había borrado el rechazo hacia los soviéticos -un sentimiento “intenso, monolítico, visceral”, sin fisura y sin matiz, como recalcaría en su libro El viaje-.

De vuelta a aquella “sospechosa felicidad” del mexicano en los países del este europeo, a la que Enrique Vila-Matas hace alusión en su prólogo a Los mejores cuentos, de Sergio Pitol (Anagrama, 2004), vale recordar la anécdota en la que, tras mucho pensarlo, el amigo español le pregunta con qué partido político simpatizaba, a lo que Pitol le respondió que simplemente era socialista, aunque de un “socialismo en libertad”.

 * fragmento del ensayo “Moleskine Sergio Pitol”, del libro Notas al Total (Bokeh, 2015). 

 

 

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