La grisura definitiva
Desde la ventana de mi habitación en el hotel Pushkin, en la calle Husova, n.14, podía presenciar el desfile de los turistas que recorrían en masa las calles adoquinadas de la vieja Praga, una ciudad que, si no aguzamos mejor la mirada, se reduce a estas alturas a reproducciones art nouveau de Alfons Mucha, a piezas bastante kitsch de cristal de Bohemia, a la mirada importuna del icono de Franz Kafka y a sus efectos colaterales.
Avanzada la tarde, tras haber visitado el cementerio y el barrio judíos, y atravesado un par de veces el puente Carlos que corona al río Moldava, el viajero puede constatar una amalgama de sonidos sublimes, en la que es una de las ciudades europeas donde más se comercia con la música clásica; y ya en la noche, desiertas las calles, experimentar la sensación de hallarse en el sitio de la más perversa discreción —lejos de los flagrantes escaparates de Ámsterdam, de la desfachatez del Raval barcelonés o de la aspereza de rue Saint-Denis, próxima al mercado parisino de Les Halles—. Praga es en una de las ciudades donde más presente, subrepticio e intenso me ha parecido el comercio de la carne.
Era verano y percibía en mí una excitación inusual. Había desembarcado en la capital de Chequia cuarenta años después de que, en cumplimiento de la Doctrina Brezhnev, irrumpieran, primero los paracaidistas, luego los tanques del ejército soviético, a la cabeza de un contingente de países signatarios del Pacto de Varsovia, exactamente la madrugada del 21 de agosto de 1968.
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