“Quién va a votar a izquierda ahora” –se pregunta el personaje de Michel casi al final de Etats d´âme, un film poco agraciado del francés Jacques Fansten. Luego él y sus otros cuatro amigos cantan «La Internacional» en son de choteo. De esta película un tanto maniquea de 1986 queda al fin una sensación: la del agotamiento del fervor y del entusiasmo.
Cuando la historia de États d´âme se abre entre gritos, fuegos artificiales y abrazos, pasadas las ocho de la noche del 10 de mayo de 1981, François Mitterrand ha sido proclamado nuevo Presidente de la República Francesa. Tras veinticinco años de devaneos en la oposición, por primera vez la izquierda ha tomado el poder. Con un 51,7% de los votos y después de dos intentos fallidos, FM, un político bien curtido de 64 años, deviene el tercer representante de una formación de izquierda –le anteceden Léon Blum en 1936 y Pierre Mendès-France en 1954— que se hace de las riendas de la nación, y el primero y único en lo que va de V República, “en el momento mismo en el que la sociedad francesa tiene la suerte de salir de su grisura”, como manifestaba dos días más tarde el editorial del diario Libération titulado “Al fin la aventura”.
Aquella noche de mayo, el nuevo Presidente anunciaba a través de la televisión “la nueva alianza del socialismo y de la libertad”. Esa misma noche en el film de Fansten el personaje de Marie da a luz a un hijo de padre desconocido. Afuera –insisto–, con sobrado regocijo, todo parecía indicar que se abría una nueva era.
Treinta años después, mientras Francia y Alemania intentan salvar al euro y al homúnculo que FM contribuyera en su momento a crear, mientras los Hermanos Musulmanes se hacen mayoría a través de las urnas en un Egipto post-revolucionario y en Cuba la inercia estalinista amaga una salida del armario con afeites de reformismo, vale la pena desempolvar viejos periódicos de lo que ya es antaño y repasar las luces y las sombras, los fuegos de artificio y las miserias de aquel supuesto inicio de una era para la izquierda mundial.
Once veces ministro a partir de 1947, FM no era, nunca lo fue, eso que la historia denomina un verdadero hombre de izquierda. Apenas llegado al poder, el presidente decreta el alza del salario mínimo (SMIC), la reducción del tiempo laboral semanal, la disminución de la edad para la jubilación…, nacionaliza ciertos grupos industriales y de crédito, promueve la descentralización del aparato estatal, apoya –en contra de los sondeos y de la opinión pública nacional— a su amigo Robert Badinter en su proyecto de abolición de la pena de muerte; él, que como Ministro de Justicia en 1954 había visto a la tortura convertirse en práctica corriente en Argelia, y que como Ministro del Interior había rechazado la gracia a 45 militantes del Frente de Liberación Nacional argelino, meticulosamente guillotinados entre 1956 y 1957.
Mitterrand también seduce a los franceses más jóvenes con el fin del monopolio de las ondas radiales (la portada de Libération del 15 de mayo de 1981 anunciaba Le radio boom y relegaba a letras menores el estado de salud de Juan Pablo II, herido de bala de manos de un extremista turco tras el que se movían sombras todavía difusas), lo que abre la puerta a un derecho a la expresión cuasi absoluto. Mientras, en el plano internacional, tras la atonía aristocrática de un Valéry Giscard d´Estaing, FM asume el muy políticamente correcto discurso tercermundista, del que queda como fiel ejemplo su célebre alocución en Cancún del 20 de octubre de 1981, en el que así expresó: “Zapata y los suyos no esperaron a que Lenin tomara el poder en Moscú para tomar ellos mismos las armas contra la insostenible dictadura de Porfirio Díaz”.
Pero FM no era un político de izquierda. “Je ne suis pas né à gauche, encore moins socialiste” –confesaba en su libro Ma part de verité (Fayard, 1969). Cierto es que la férrea religiosidad de sus padres, de hábitos quizás más calvinistas que papales, aunque siempre anclados al catolicismo tradicional, le aportaron desde sus primeros años el rechazo a aquellos que ostentan sus riquezas materiales.
“Mi padre sostenía juicios severos sobre los patronos, sobre el capital, sobre el dinero –argumentaba en una entrevista con el diario L´Expansion en agosto de 1972–. Sus juicios me marcaron profundamente”. Y luego: “El dinero corrompe… La acumulación del dinero, ese placer de la posesión que crece cada vez más me resulta despreciable”, como afirmara en la televisión nacional cinco años antes de su llegada al Palacio del Elíseo.
Sin embargo, salido de una familia burguesa y conservadora de provincia, sus lecturas, ese síntoma que es germen de postreras tomas de partido, no serán para nada rupturistas: Barres y Chateaubriand primero, luego Claudel, Bernanos, Montherlant, Pierre Drieu La Rochelle…, las grandes firmas de la derecha de la pre-guerra.
Diez años después de la muerte del Presidente, el bibliófilo Bernard Pivot narraba el primer encuentro entre ambos, el modo en que la lista mental de escritores de izquierda (Hugo, Camus, Sartre, Prévert, Zola) que Pivot se había hecho se deshizo de golpe dando paso a otros nombres: Lamartine, Jules Renard, Saint-John Perse…, escritores exquisitos, poco apegados a los reclamos de la plebe. Atónito, el bueno de Pivot descubría fantasmas insospechados rondando la biblioteca del Presidente. Nuevamente atónitos, al otro día de la muerte de FM, sus más cercanos colaboradores descubrieron encima de su mesilla de noche un libro apacible: De París a Jerusalén, de François-René de Chateaubriand, un proscrito de la Revolución de 1789.
Cuando en 1994, entre sesiones de quimioterapia y una segunda operación, FM escoge a Pierre Péan como entrevistador y compilador de fotos y de viejos papeles aparentemente pasados de época, el Presidente enfermo no estaba sino acudiendo a sus viejas maniobras de hombre político –a secas, sin apellidos de izquierda o de derecha–, bien dado a las revelaciones de pasillo, a las intrigas entre colegas y subordinados, a las notas deslizadas debajo de la puerta, para dejar caer algo que durante años había sido un secreto de familia.
Entre tantos documentos y confesiones, una foto: la de un joven FM estrechando la mano del Mariscal Pétain en Vichy, capital de la famosa Revolución Nacional, el 15 de octubre de 1942. Foto de idéntico montaje a la que muestra al mismo Pétain en compañía de Adolf Hitler, dos años atrás, en la estación de trenes de Montoire-sur-le-Loir, y donde el representante de la Francia ocupada garantizaba la colaboración “desde el honor” con el régimen nazi.
Dos apretones de mano y dos significados más o menos diferentes. Todavía hoy varios de los hagiógrafos del presidente socialista francés insisten en que su presencia en Vichy y su cercanía a los altos mandos respondía a un interés de penetración por parte del joven político (Gérard Guicheteau en La Résistance et Vichy, Ed J-C Gawsewitch), y que la francisque, aquella condecoración que el Mariscal colocara en sus manos en 1943 servía de cobertura a sus actividades clandestinas con la Resistencia, iniciadas un año antes.
Con el escándalo garantizado casi la víspera de su muerte tras la publicación del libro Une jeunesse française 1934-1947 (Fayard, 1994), de ese investigador de élites y productor de best-sellers políticos que todavía es Pierre Péan, FM accedía de inmediato a ser entrevistado para la televisión francesa por Jean-Pierre Elkabbach, un periodista vedette de origen judío, no precisamente de izquierda, con quien tenía garantizada la agudeza de la interrogación y las preguntas capciosas. Los tiempos no estaban para demoras: la enfermedad que le ocultara al pueblo francés durante años avanzaba vertiginosamente y al viejo rey, con soberbia, le apetecía contar todo lo contable, nadie se lo impediría, ni siquiera la Historia.
En efecto, ya no había nada que escamotear: ni sus primeros abrazos con la derecha nacionalista en 1934 como miembro activo del movimiento de jóvenes dirigido por el coronel La Rocque, líder de la Croix de Feu, ni su pertenencia a La Cagoule, otra de las organizaciones de extrema derecha, anticomunista, antisemita y antirrepublicana, donde el joven FM se liga al futuro escritor Claude Roy, a Eugène Schueller, fundador de la marca de cosméticos L´Oréal, y a quien sería más tarde yerno de este último, André Bettencourt.
Deja de ser tabú, además, su pétainismo convencido, ese “flujo barresiano” (de Maurice Barrès, padre del nacionalismo francés del siglo XX) que FM admiraba y que creía percibir entre el Mariscal Pétain, el vencedor de Verdum, y su pueblo; como mismo se habla a camisa quitada de su relación con René Bousquet, antiguo secretario general de la policía de Vichy, y aquella amistad que se mantuviera durante años, como lo atestigua una foto de ambos en 1974, en presencia de su esposa Danielle y de otros acólitos, alrededor de una mesa familiar en su casa campestre de Latche, uno de los puntos claves en el mapa de la geografía mitterrandiene.
Se trataba, en fin, de un presidente a destajo: presuroso y sin tapujos. El asombro de Jean-Pierre Elkabbach en aquella entrevista del 12 de septiembre de 1994 para France 2 no se hace esperar. Resultaba inconcebible que en el verano de 1942 aquel joven cuadro de convicciones pétainistas y antialemanas que laboraba en la Legión francesa de combatientes y voluntarios de la Revolución Nacional elaborando fichas sobre comunistas, gaullistas y todos aquellos que el canon político del momento consideraba como antinacionales, desconociera el fenómeno de las redadas masivas que en todas partes de Francia se estaban produciendo contra los judíos, acento colocado en la redada del Velódromo de Invierno de París, la más extensa realizada en el hexágono durante la Ocupación y en la que serían recogidos y conducidos a los campos de exterminio trece mil judíos de todas las edades.
Pero el Presidente enfermo hacía gala de su verbo, su talante y su soberbia. No habrá, entonces, autocrítica posible. Por mucho que le confesara a su entrevistador que Vichy no era más que une pétaudière, una leonera, una casa de locos, y que a esa altura de la historia no recordara haber recibido hacia 1942 ningún eco de las atrocidades contra los judíos en Francia, FM demostraba una vez más que su recorrido iba más allá que el de ser el reunificador de la izquierda francesa durante los años setenta y el promulgador, ya como presidente, de un manojo de medidas en favor de los desfavorecidos y de la clase obrera.
De aquella etapa de revelaciones paulatinas data una caricatura firmada por Plantu en la que el viejo Presidente se dice: “en una época fui un poco de derecha, luego fui pétainista, más tarde fui de la Resistencia, y al final socialista”, felizmente incluida en el libro compilatorio Le Petit Mittérrand illustré (Seuil, 1998). La clave de lo hasta entonces recorrido está en la condición de hombre corcho de FM: político hábil cuya línea de flotación siempre se mantiene estable, estratega de maniobras de pasillo, seductor de una intelectualidad a la izquierda del terciopelo y de un pueblo, eso sí, cansado de la pompa de los líderes de derecha. De aquellos tiempos lejanos de formación vendrán ya los sobrenombres de Florentino, de Maquiavelo…, e incluso de Casanova.
No sólo sus enemigos lo llamaban Mazarino, hábil como aquel político plebeyo que primero sirvió al Papa y luego al reino de Francia. Sucesor del Cardenal Richelieu, Mazarino sorteó intentos de asesinato y de expulsión del poder, y al final salió airoso. Entre este y el de Maquiavelo se alternaban los sobrenombres con los que la clase política y los periodistas menos indulgentes se referían al Presidente, mientras la gente cariñosamente lo llamaba Tonton, como a un tío querido que envejece. Maquiavelo había escrito en 1521: “no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo”, y a FM el sayo no le quedaba muy holgado. Cuando en 1956 sus compañeros de causa Alain Savary y Pierre Mendès-France entregaron sus carteras ministeriales en gesto de desacuerdo con la violencia del gobierno de Guy Mollet en Argelia, FM decidió permanecer, defender el derecho de la metrópolis a aplicar mano dura contra los revoltosos e ir confeccionando su nicho alrededor del poder ahora que el socialista Mendès-France, su tutor, había salido del ruedo político como opción al poder.
Para Jacques Chaban-Delmas, exprimer Ministro del gobierno Pompidou y rival político que lo escrutaba con lupa y decencia, FM “estaba marcado por una ambición inflexible, algo que sin lugar a dudas me impactó” (Mémoires pour demain, Flammarion, 1997). Y no se trata aquí de una ambición grotesca de oro y república bananera, sino de un deseo de poder ciertamente inusual para el político letrado, para quien sería el Presidente-culto, el amigo de los escritores, el hombre apacible…, al menos para ese casi anciano que se presentó ante el pueblo con un par de rosas en la mano el día de su investidura.
Muchos de sus seguidores matizaban el sobrenombre de El Florentino con la fusión de dos grandes personajes en uno solo: el político Maquiavelo y el artista Miguel Ángel, ambos estrechamente ligados a la ciudad de Florencia. Pero lo cierto es que en FM se combinaba la capacidad seductora con la habilidad para maniobrar con rivales y colaboradores, el verbo eficaz con una cierta falta de escrúpulos ante determinadas circunstancias.
El propio General de Gaulle, temprano, tuvo la intuición del peligro que FM le representaba. Después de la etapa Vichy, FM se integra de lleno a la Resistencia y cuando en diciembre de 1943 viaja a Argel y logra entrevistarse con de Gaulle el choque de trenes de las personalidades es visible para muchos. El General se muestra seco, poco dado a permitir la entrada de este cuadro de cuello y corbata en su círculo, y ya entonces vislumbra un peligro para su causa. Según Chaban-Delmas “de Gaulle veía en Mitterrand a un ambicioso en exceso y lo mantenía a distancia”. La historia le daría la razón al viejo combatiente: el mismo Chaban-Delmas, gaullista de todos los tiempos, cuenta que al otro día de la elección, en mayo de 1981, se presentó en el Elíseo para la correspondiente felicitación protocolar, a lo que FM reciprocó con la confesión de que su ambición era reformar tan profundamente la sociedad de manera a que el Larousse le dedicara toda una página, allí donde a de Gaulle sólo le habían concedido una columna.
La labor de zapa, convencimiento y unión de FM no había sido un juego de niños. Salidos todos de la guerra y en un momento de esplendor para gaullistas y comunistas, el sendero de sus pretensiones de centro-izquierda se hacía arduo. A partir de 1947, como Ministro de Combatientes y Víctimas de la guerra, FM focaliza su empeño debilitador hacía el Partido Comunista Francés. Según Georges Beauchamp, su jefe de gabinete de entonces, FM consideraba que hacer desaparecer al PCF era imposible, pero que el verdadero logro estaría en reducirlo a un 10%. Al gaullismo lo conocía de cerca, pues con muchos de ellos había participado en la Resistencia; al marxismo, en cambio, lo consideraba una buena construcción intelectual, aunque totalmente inadecuada para manejar los asuntos de la nación…, y en ambos descubría sus resortes totalitarios. De ahí el doble mérito de su carrera de unificador.
FM era un lector de buenos libros pero no era un teórico en nada. No pretendamos encontrar tras su paso una estela sólida en el plano de la teoría del socialismo, algo que, en cambio, no debería ser tarea descabellada ante un intelectual tan lúcido y un político de tantas batallas. Como venía de afuera, a la hora de conciliar y de negociar tenía la visión de atacar los sectarismos de maoístas, prosoviéticos y otras tendencias dentro de la izquierda, convirtiendo a esta en una masa, si no uniforme, al menos capaz de una alianza que rebajase por doble partida (1981 y 1988) el peso histórico de ese tractor llamado gaullismo, y que al fin lo llevara al gobierno. Desde entonces no ha habido en el hexágono un político de peso que conduzca a la izquierda a situaciones de poder.
Ya en 1962, tras la reforma de la Constitución a favor del sufragio universal, FM se cree en condiciones de lanzarse a la carrera por la presidencia, esta primera vez en contra de su enemigo de siempre: Charles de Gaulle. En el intento recorre el país y toca a las puertas de las viejas asociaciones de prisioneros de guerra, focos muy vitales de donde podría surgir un partido sólido, antigaullista ante todo y con afanes reivindicativos para la izquierda.
Archivos secretos de la CIA desclasificados y publicados por Vincent Nouzille en su libro Des secrets si bien gardés (Fayard, 2009) dan cuenta de que el 22 de noviembre de 1970, FM sostuvo un diálogo en un almuerzo privado con el diplomático norteamericano Allen Holmes, a quien manifestó su vieja animadversión hacia de Gaulle, quien “por razones políticas” no le había concedido su merecido estatus de compañero de lucha durante la Resistencia. “Es tiempo de reorganizar la izquierda –le confiesa–. Yo obligué a de Gaulle a una segunda vuelta (…) Seré candidato y seré reelecto” –tras lo cual el embajador Dick Watson reportará a sus superiores en Washington sobre el carácter ambicioso y carismático del futuro líder de la izquierda, tan diferente a un de Gaulle que antes había sido considerado como un “egocéntrico intratable”. Apenas seis meses después de aquellas confidencias campestres, FM se imponía ante los suyos en el famoso congreso de Epinay. En lo adelante sería él y solo él.
En 1974 la izquierda tampoco triunfa en las Presidenciales, pero el bagaje de FM no deja de enriquecerse. A la altura de abril de 1981, con su apariencia sobria y sus artes seductoras, FM ha sido capaz de galvanizar una buena parte de la izquierda militante, de la intelectualidad y de la clase trabajadora, mientras la derecha se escinde cada vez más entre los seguidores del Presidente Giscard y quienes apostaban por una nueva ficha, la de Jacques Chirac. Así llegamos a la primera victoria electoral de la izquierda después de dos décadas de devaneos, al ambiente eufórico con que se abre el film Etats d´âme. “Creo que en este periodo van a ocurrir muchas cosas” –vaticina el personaje de Bertrand, el idealista líder de un nuevo centro de creación cultural, una especie de altermundialista en germen.
Y en efecto, mucho de nuevo y de sorprendente tendrá lugar. Apenas un año después de la llegada de FM a la presidencia se produce un cambio radical hacia una política de austeridad económica. En sintonía con aquel término, La Terreur, con que la historia ha denominado a la etapa más cruenta de la Revolución de 1789, aquí podemos hablar de La Rigueur. Aumentan los impuestos, el costo de la electricidad, del gas, del teléfono, del transporte ferroviario, de las bebidas alcohólicas…, a través de diez medidas adoptadas por el consejo de ministros y furiosamente condenadas por las organizaciones sindicales y patronales. En la portada de Libération del 26 de marzo de 1983 sólo pueden leerse tres letras de tamaño gigante: DUR; duro, muy duro, y el sentimiento de traición abarrota las conversaciones de café, los coloquios en el comedor de las fábricas, a la hora del almuerzo. Y como guinda simbólica al pastel del estado de bienestar, una de las medidas encrespa a las clases media y alta.
En plena llegada de la primavera todo candidato a turista se ve impedido de extraer del país más de dos mil francos al año, además de observar estupefacto cómo su tarjeta de crédito se convierte en papel mojado apenas cruza la frontera nacional. No por gusto la opinión pública se muestra alarmada. Términos como “leyes feudales”, “cartilla de racionamiento”, “registros en las aduanas” vuelven a escucharse en el hexágono. Se habla de nacionalización de las vacaciones: el hecho de que cerca de ocho millones de franceses se vean obligados a devenir turistas locales, a abarrotar en contra de su voluntad las playas y los campos de sus compatriotas.
Ha caído el franco, han huido los capitales, ha aumentado la inflación, se ha llegado a la cifra de dos millones de desempleados, pero entre bambalinas FM está ocupado en algo más ambicioso, el ajuste francés con vista a la apertura hacia Europa, lo que significa a todas luces apostar por la modernización del país. FM vela primero que todo por el fortalecimiento de la relación entre Francia y Alemania, paso inicial para la formación de una Europa unida, a pesar de los demonios de toda clase (antigermanismo habitual de la izquierda histórica, ascenso del nacionalismo furibundo de la mano de Jean-Marie Le Pen…) que como nubarrones amenazantes sobrevolaban la región después de 1914 y 1939. Nada más explícito que la foto de FM y el canciller Helmut Kohl, tomados de la mano cual dos escolares, en el cementerio de Verdún a finales de septiembre de 1984: fiel prolegómeno a los actuales besos entre Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, ambos abocados a la salvaguarda de la Vieja Europa.
Aquí se inicia el legado más visible y mediático de FM: en el fortalecimiento de su país de cara a la constitución de una Europa sólida y unida, en la entrada de Francia a la era de la modernización, en espera de la llegada de ese siglo XXI que en 1984 se veía tan a lo lejos…; y en el plano nacional, en la demostración de que la alternancia de partidos en el poder no sólo es posible –algo ciertamente inconcebible unos años atrás–, sino que es una necesidad. Eufórico, Jack Lang, viejo colaborador del Presidente, evocará aquel 10 de mayo de 1981 como el día del “paso de la sombra a la luz”; pero resulta que las sombras también devienen legado, si no visible, al menos para las sensaciones, en eso que la ciencia del vino llama retrogusto, un raro sabor de boca –que en este caso es una amarga sensación terciaria–, incluso treinta años después.
En 1982, a raíz del atentado antisemita perpetrado en la rue des Rosiers, en el viejo barrio judío de París, es creada por orden de François Mitterrand la Célula Antiterrorista del Gobierno, dirigida por el comandante Christian Prouteau. A partir de esta institución de carácter brumoso se desatará uno de los casos mediáticos más nocivos para la figura del Presidente. Entre 1983 y 1986 fueron grabadas más de tres mil conversaciones telefónicas en una flagrante violación a la intimidad, prolegómeno, por ejemplo, de las escuchas telefónicas y el rastreo de correos electrónicos que George W. Bush echó a andar a partir del 11-S y que para 2008 ya se había convertido en ley, o del escándalo que en el Reino Unido implica hoy al diario New of the World, sólo que en el caso francés las escuchas son ordenadas por el mismísimo Presidente –¡socialista!– de una república supuestamente preocupada por la libertad individual de los ciudadanos.
Uno de los principales afectados de aquella trama de escuchas subrepticias fue el periodista de Le Monde Edwy Plenel quien, entre otros temas, se había ocupado de investigar sobre la real implicación de los servicios secretos franceses (DGSE) en el atentado de julio de 1985 contra el Rainbow Warrior, un barco de la organización Greenpeace que permanecía fondeado en Auckland, Nueva Zelanda, y que pretendía zarpar hacia Mururoa, en la Polinesia francesa, para protestar contra los ensayos nucleares del gobierno socialista en la región.
Años después, Edwy Plenel, periodista incómodo, defensor de “la libertad indócil de la información disidente”, cuyo teléfono había sido pinchado con el fin de conocer de dónde provenían sus fuentes, tiene acceso a las fichas secretas que sobre sus conversaciones eran redactadas (la otitis de su esposa y el cumpleaños de su suegro tampoco escapan a los copistas) y termina recreando este caso y otros turbios momentos de la presidencia de FM en su libro Le journaliste et le Président (Stock, 2006).
El otro intelectual implicado como víctima en la telenovela de las escuchas fue Jean-Edern Hallier, un escritor, periodista y hombre mediático que en repetidas ocasiones y desde el lejano 1982 había amenazado que revelaría en un panfleto la existencia de Mazarine Pingeot, una hija que FM había tenido fuera de su matrimonio con Danielle, así como otros detalles de su vida pasada (su pertenencia a la extrema derecha de los años 30, la enfermedad ocultada al pueblo…), y que finalmente apareció un mes después de la muerte del monarca con el título L´Honneur perdu de François Mitterrand (Editions du Rocher, 1996). Tanto se había anunciado este provocador que FM, velando por lo más sagrado que tenía en vida, su pequeña hija de la vejez y la madre de esta, ordenó a la Célula Antiterrorista de la Presidencia la inclusión de Hallier en las escuchas como una de las prioridades, en una contumaz labor de inteligencia.
Según el posterior testimonio de Daniel Gamba, uno de los miembros de aquel equipo al servicio del Presidente, en su libro Interlocuteur privilégié, j’ai protégé Mitterrand (JC Lattès, 2003), “nos bastó sembrar algunas anomalías en su vida. Hasta que no se es víctima, uno no puede imaginar el poder de este hostigamiento: salir de tu casa y encontrar dos ruedas de tu auto pinchadas, recibir llamadas a cualquier hora sin que nadie te responda, encontrarte a menudo a una misma persona en un mismo día sin que esto se deba al azar (en el mercado, en un café, en el autobús…)”.
El 14 de mayo de 2008, veinticinco años más tarde, el Tribunal Administrativo de París condenó al Estado Francés a indemnizar a los herederos del provocador periodista con la suma de noventa mil euros, después de haber conducido a prisión a Gilles Ménage, Jefe de Gabinete de FM y a Christian Prouteau, el conocido patrón del grupo de escuchas. Pero el daño ya estaba hecho. FM no había tenido escrúpulos a la hora de mezclar los asuntos personales con los del estado y había destinado buenas sumas de dinero de su caja especial, particular y secreta para sostener el aparataje de seguridad alrededor de su pequeña segunda familia. El mismo Hallier había sentenciado poco antes de morir: “En fin, yo le podrí en vida la posteridad a François Mitterrand”.
La muerte de Jean-Edern Hallier no hizo sino atizar las dudas: conducía su bicicleta por una carretera estrecha de provincia, un día de enero de 1997, cuando fue golpeado por un auto sin dejar ningún testigo del accidente. Curiosamente no se le practicó autopsia al cadáver, su rostro fue maquillado al extremo antes del velatorio sin la autorización de la familia; posteriormente y tras diversas justificaciones no se emprendió ninguna investigación policial. Otros epítetos reaparecieron a la hora de las justificaciones en cierta prensa domeñada, que siempre las hay: alcohólico, bandido, mitómano…, mientras ocultaba que el día de su muerte su habitación en el hotel Normandy había sido violentada, su caja fuerte meticulosamente abierta y extraídos un millón de francos, un dibujo de Picasso y varios documentos con información sobre las intimidades de FM, de su cercano amigo Roland Dumas (quien aún justifica la acción de las escuchas —Le Point, 2 de junio de 2011, p.14) y de otros colaboradores con la punta de la pirámide del poder.
Como argumentación y denuncia, queda el libro La mise à mort de Jean-Edern Hallier (Ed. Presses de la Renaissance, 2006), de Dominique Lacout y Christian Lançon, donde además se relata cómo el periodista fue acosado, seguido de cerca en plena calle por policías de paisano a quienes no les interesaba mucho permanecer discretos, presionado por los bancos y por el fisco, rechazado por las editoriales, abandonado por sus colegas más cercanos, impedido de publicar sus artículos en determinados medios…, algo verdaderamente propio de un estado a todas luces totalitario.
Será el mismísimo Roland Dumas, a la sazón Ministro de Relaciones Exteriores y fiel amigo de FM quien narrará en su libro Coups et bléssures. 50 ans de secrets partagés avec François Mitterrand (Ed. Le Cherche Midi, 2011) la escena en que Hallier finge ceder ante tanta presión del Estado Total y entrega el manuscrito de su panfleto a los enviados del Presidente, a lo que seguirá la imagen de FM, extremadamente concentrado, lápiz en mano, meticuloso historiador que ausculta –y edita—lo que sobre sus travesuras había escrito un periodista díscolo.
Este asunto de la existencia de una hija oculta y el modo en que durante años su padre veló porque no se filtrara a la gran prensa devendrá el punto más delicado –curiosamente por encima de las pruebas nucleares en el Pacífico o de la implicación francesa en la guerra civil en Rwanda y el consecuente genocidio– de la existencia política en el poder de FM, y algo que no escapa a los análisis sobre la izquierda en la actualidad, sobre todo tras el affaire de acoso sexual en el que Dominique Strauss-Kahn, hasta hace muy poco vedette del socialismo galo, es el protagonista.
Muchos dicen que durante los debates preelectorales de 1981, el Presidente Giscard d´Estaing ya sabía de la existencia de este asunto de familia un tanto sucio, pero que por respeto y cortesía prefirió no utilizarlo en sus diatribas y debates contra ese turbio y carismático líder que llevaba años arañándole la carcasa al partido gaullista con vistas a la toma del poder. En 1993, en su último Consejo de Ministros con integrantes únicamente de izquierda tras la derrota legislativa del 24 de marzo, FM da inicio a su filípica con la siguiente confesión: “Yo sé que muchos me reprochan mi gusto por el secreto. Sin embargo, hay que guardar bien una parte del secreto para existir” (FM: Les forces de l´esprit, edición compilatoria póstuma por el Institut François Mittérrand y la editorial Fayard, 1998).
Muy ligado a la cara secreta del Presidente estuvo François de Grossoeuvre –por muchos llamado “le ministre de l´intimité”–, un viejo amigo que tras tantas batallas a su lado (también de derecha antes de la guerra, también luchador por la Liberación unos años después…), llegó a ser su consejero especial con oficina en el Elíseo, cuando antes había sido encargado de las negociaciones con el Partido Comunista en 1965, personaje clave, como hombre de negocios y fortuna que fue, en el financiamiento de las campañas de 1974 y 1981, y luego responsable de las partidas de caza del rey socialista en Chambord, Marly y Rambouillet, y hasta comisionado oficioso para la seguridad en el Líbano, Siria, Túnez, Pakistán y otros territorios delicados, además de amigo íntimo de dictadores como Ben Alí y Omar Bongo.
Pero la actividad fundamental de este “hombre de la sombra”, como también se le llamó, empezó a partir de 1974, cuando nace Mazarine, la hija oculta de FM, y de Grossoeuvre se hace acreedor del mérito y la función de convertirse en su padrino.
Era este curioso personaje quien acompañaba a Mazarine cuando, todavía niña, montaba en la finca de Souzy-la-Briche el caballo akhal teke que su padre le había regalado; y era él quien compartía el mismo edificio (11, Quai Branly) con Mazarine y su madre, Anne Pingeot, en sendos apartamentos de función pagados por el Estado francés. Cuando la periodista de Le Monde Raphaëlle Becqué entrevistó a François de Grossoeuvre, el maltratado hombre le hizo una confesión: “El secreto de mi relación con Él está allá arriba”, y señaló al apartamento de los altos. Dos años más tarde el suicidio de este guardador de secretos estremeció a la prensa, a la clase política y claro está –según dicen sus cercanos–, al mismo Presidente. Según Becqué en su libro Le dernier mort de Francois Mittérrand (Grasset-Albin Michel, 2010), la relación de este personaje con FM se había deteriorado con los años.
De Grossoeuvre mantenía aún su oficina en el Palacio del Elíseo, servía de mensajero entre el Presidente y ciertos personajes de la política africana en una especie de tambien subrepticia diplomacia paralela, pero había perdido mucho de su peso de antaño. Laurent Fabius, Roland Dumas y sobre todo el Ministro del Interior Pierre Joxe, verdaderos hombres políticos y brazos fieles de FM, se referían cada vez más a él de manera negativa, y el consejero-casi-en-desgracia, con una formación histórica de derecha, repudiaba cada vez más la entrada de elementos de izquierda en el gobierno.
Otras versiones argumentan que de Grossoeuvre había deslizado entre sus acólitos la idea de emprender sus memorias (lo que incluía obviamente la existencia de la hija secreta de FM), que citaba a cierta prensa adversa a su oficina oficial –entre ellos a Jean Montaldo, quien en 1994 publicara Mitterrand et les 40 voleurs en la casa editora Albin Michel– y les relataba detalles de las derivas del gobierno socialista, y que hasta se atrevió a coquetear con la derecha en la época de la segunda cohabitación, cuando a FM no le quedó más remedio que compartir cenas, reuniones y viajes con Édouard Balladour y su cohorte.
La versión oficial de la muerte de François de Grossoeuvre refiere un suicido por causas depresivas, a la imposibilidad del anciano para soportar los achaques de la vejez, pero otras voces hablan de asesinato solapado, basadas en el modo en que su apartamento de funciones fue revisado y vaciado por la policía secreta en la noche del 7 de abril de 1994 –mucha de su papelería permanece desaparecida en la actualidad, incluidas sus supuestas memorias– y en las consideraciones de ciertos forenses que hallaron pruebas de una luxación absurda con hemorragia en el hombro izquierdo del fallecido, el brazo contrario al que supuestamente llevaba el arma pues el hombre era diestro de nacimiento.
Raphaëlle Becqué prefiere no ser tan concluyente y aboga más bien por la teoría de una decepción cuasi-amorosa y a la idea de una muerte a la japonesa, un seppuku, un suicidio acusador en un lugar que de por sí delata al autor intelectual, al culpable que sólo será juzgado por una justicia moral. François de Grossoeuvre se había dado muerte ante su propia mesa de trabajo del palacio con una .357 Magnum Manurhin sin que ningún miembro de la escolta y de la vigilancia externa haya escuchado la detonación y, según un testimonio recogido por Becqué, horas antes le había espetado a una secretaria: “Este hombre no quiere a nadie. Desconfíen de él. Sólo piensa en sí mismo, sólo se quiere a sí mismo”.
Cuando François de Grossoeuvre es velado en la iglesia de Lusigny, FM no es invitado pero de todos modos asiste. La familia del occiso se mantiene severa y alejada del Presidente, y al final alguien le hace saber que no será bienvenido en el entierro. Raphaëlle Becqué prefiere la teoría de la responsabilidad moral de FM ante tal desgracia, de su abandono al viejo amigo. Según la periodista, este rey turbulento del socialismo francés “no quería ver en ese suicidio en el Elíseo su propia acusación, el efecto devastador de su seducción, los estragos perversos de su cultura del imbroglio”.
Pero otras voces discrepan. El historiador Dominique Venner, autor de Histoire critique de la Résistance y director de La Nouvelle Revue d´Histoire llega incluso a hablar de flagrante asesinato y no de suicidio (Radio Courtoisie, 24 de mayo de 2011), como mismo el periodista Eric Reynaud había tildado el suceso de “crimen de Estado” en su libro Suicide d´État a l´Élysée, la mort incroyable de François de Grossoeuvre, (Ed. Alphée, 2009), algo que Patrick de Grossoeuvre, hijo mayor del occiso, no pone en duda cuando en el programa Zone d´ombre del 7 de agosto de 2010, en Europe 1 Radio, admite que por aquella época su padre consideraba a FM “un peu méprisant à son égard” (un poco despectivo hacia él) y se opone totalmente a la idea difundida por los medios del gobierno de un François de Grossoeuvre altamente depresivo, algo que obviamente justificaría su suicidio.
Para el escolta Daniel Gamba, sin embargo, FM “era sin dudas un oportunista, un calculador, un manipulador, pero no tenía ninguna razón para convertirse en un criminal. Todo esto es útil para alimentar esos fantasmas tan necesarios para algunos, tanto en la cama como en la política”.
Mazarine Pingeot no es obviamente la principal razón de todos estos acontecimientos, pero su existencia y su ocultamiento al pueblo francés (no a Danielle Mitterrand, quien sabía de ella desde el día de su nacimiento en 1974) sí es un elemento de peso. En paralelo a todos estos temblores en los pasillos del Elíseo, se han acumulado otros sucesos: el apogeo de rumores sobre el pasado en Vichy del Presidente socialista, el escándalo del Carrefour du développement y el desvío de veinte millones de francos de los fondos destinados a una cumbre franco-africana en Burundi; el affaire URBA, a partir de las siglas de una oficina de estudios creada por el Partido Socialista que en realidad favorecía a ciertas empresas, y que en el fondo estaba colaborando con el financiamiento ilegal de dicha organización de izquierda; el inicio de la primera cohabitación con la derecha, esta vez con el tiburón de Jacques Chirac como Primer Ministro; las revueltas estudiantiles de 1986 que terminaron con la muerte del estudiante de origen argelino Malik Oussekine, a lo que siguió la protesta por escrito de personalidades de la cultura como Maurice Blanchot, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Bertrand Tavernier y Agnés Varda…, todos por la reivindicación de los derechos de los jóvenes y las minorías (momento en que concluye la trama un tanto maniquea del filme de Fansten États d´âme); la integración de Francia a la coalición de países que tomaron parte de la Guerra del Golfo de 1991, lo que condujo a la dimisión de Jean-Pierre Chevenement, Ministro de Defensa…
Está también el escándalo de las fragatas vendidas a Taiwan, cuyo contrato, firmado en agosto de 1991, dejó una traza de quinientos millones de dólares por concepto de comisiones del constructor al gobierno taiwanés, y otro tanto en retrocomisiones recibidas por elementos del gobierno francés escasamente identificables por concepto de secreto de defensa, pero del que resaltan Roland Dumas, Ministro de Relaciones Exteriores e íntimo amigo de FM, así como su amante, Christine Deviers-Joncour, con el horrible ingrediente de una sucesión de muertes –casi todas, también, en supuestos suicidios, ocurridos entre 1993 y 2001— de algunos de los participantes de segunda categoría en el prolongado affaire. Luego la primera operación a que debe ser sometido FM el 11 de septiembre de 1992 a causa de un cáncer de próstata diagnosticado once años atrás y el solemne anuncio al pueblo francés; la derrota de la izquierda en las legislativas de marzo de 1993 y finalmente –aunque aquí no acaba la telenovela FM–, el 1ro de mayo de 1993 es encontrado en un canal en Nevers el cuerpo de Pierre Bérégovoy, aquel Primer Ministro socialista que había tomado posesión como enemigo jurado de la corrupción y del que, tras una investigación de Le Canard enchainé, ese tipo de prensa tan útil develando las anomalías del poder, se supo que había recibido en concepto de préstamo sin intereses un millón de francos por parte de Roger-Patrice Pelat, un homme d´affaires de modales dudosos, también excelente amigo del Presidente de la República.
Según el diario Le Figaro del 8 de septiembre de 1994, el mismo FM se referiría de este modo a la saga de sucesos turbios con los que se habían condimentado sus dos mandatos: “Lo que más nos costó fue la acumulación de affaires mediocres que pusieron en tela de juicio la fuerza moral y la honestidad. (…) Los socialistas no tenían que haber caído en eso. Su electorado es más exigente que otros, y ese déficit moral les chocó. Y tuvo razón”.
Mientras tanto, en el lado más visible y hasta espectacular del gobierno de FM, se había iniciado la ampliación del Museo del Louvre con la construcción de su suntuosa pirámide de cristal, una obra cuyo realizador, el arquitecto chino-estadounidense Ming Pei, es escogido por FM a dedo, sin previa consulta con los conservadores del museo ni tras haber sometido el proyecto a un debido concurso; así como la construcción de la Opera de la Bastilla y el inicio de los trabajos de la Biblioteca Nacional que luego llevaría su nombre…, obras ciertamente de importancia en el ámbito de la cultura, pero obras también de una grandilocuencia extrema, obras de faraón o de rey medieval.
El final se acercaba: el 18 de julio de ese año FM se sometía a su segunda operación. Luego, con soberbia –mejor no imaginar el rostro de la Primera Dama a la hora de la sopa, los rostros cabizbajos de sus hijos varones legítimos: eso que John Berger llamara en otro contexto “los silencios de la vida conyugal”–, FM se decidía a contarlo todo. “En casa todos lo sabíamos, pero nadie hablaba de eso” –confesó en su momento Jean-Christophe, el hijo mayor de Danielle.
El agravamiento de su estado de salud, el suicidio de François de Grossoeuvre –el padrino de la jovencita–, la proximidad del fin de su tiempo en el gobierno y de su tiempo vital, harán que en una de sus jugadas maquiavélicas FM aproveche una coyuntura y devenga nuevamente noticia, cuando todo hacía indicar que lo que correspondía al rey fatigado era el silencio. Al tener conocimiento de que un par de periodistas le habían efectuado algunas fotos con su hija Mazarine a la salida del restaurant Le Divellec, en la Place des Invalides, y a pesar del ofrecimiento de Roland Dumas como abogado en una posible demanda judicial contra el medio de prensa que se atreviera a mostrarlas, FM no hace mucho por detener su publicación y, en efecto, con su consentimiento subrepticio, el 3 de noviembre de 1994 aparecen varias imágenes en Paris Match y un título: “Le tendre geste d´un père” (El tierno gesto de un padre).
A lo largo de estos trece años de presidencia del PS, Mazarine Pingeot había permanecido ausente. Efectivos de las fuerzas secretas y presupuesto de Estado habían sido habilitados en función de la protección de la familia clandestina del Presidente y para evitarle un escándalo al rey socialista. En realidad una parte de la prensa y de los cercanos al gobierno hacía rato que tenían conocimiento de la existencia de otra mujer y de una niña nacida en 1974, pero una especie de omertá entre fieles y opositores cordiales había impedido la filtración a la plebe. (“En tiempos del internet, Mitterrant no hubiera durado en el poder lo que al fin duró” –manifestó a inicios de mayo de 2011 en www.mry.blogs.com Emery Doligé, un bloguero fastidioso, apasionado de las tecnologías, que no cesa de escrutar sobre los hilos del poder, al comparar la Era Mitterrand con la République show-biz del nuevo rey Nicolas Sarkozy).
Anne Pingeot era una joven de dieciocho años en el verano de 1961 cuando comienza su relación secreta con FM, quien en aquella época tenía cuarenta y cinco. Desde entonces Anne fue, contrariamente a lo que se piensa, su principal consejera, su paño de lágrimas, la mujer de su vida…, tanto en su apartamento de la rue Jacob –calle del restaurant Les Assassins, cuyo patrón será una de las primeras personas en reconocer al Presidente al acompañar a su hija adolescente, ya tarde en la noche, hasta la puerta de casa…, calle de pequeños hoteles, de editoriales, de cremerías–, como en el apartamento oficial del Quai Branly, donde madre e hija eran atendidas de cerca por el amigo de Grossoeuvre y cuidadas por un equipo de ocho hombres dirigidos por el comandante Prouteau.
Es con Anne con quien FM disfruta de la finca en Souzy-la-Briche, en Essone, a menos de cincuenta kilómetros de la capital: palacete, laguna y capilla gótica del siglo XII, y para la niña un pony llamado Best, un gato y mucho espacio para dejar correr su imaginario, lejos de las limitaciones de la vida citadina, de los compañeros de colegio demasiado curiosos, de la molestia de los guardaespaldas.
Según el testimonio del mismo Christian Prouteau en su libro La petite demoiselle et autres affaires d´État (Michel Lafon, 2010), el Presidente viajaba a Souzy “los sábados en la tarde, hasta el domingo, cerca de las veinte horas, cuando regresaba a su casa oficial en la rue de Bièvre”. En diciembre de 1981, había sido Anne, y no Danielle, la primera persona en conocer la noticia del cáncer que aquejaba a FM, justo en su apartamento de la rue Jacob, el sitio de las confidencias, allí donde el padre aplicado no dejaría de leer cada noche para su hija Petites filles modèles y Les vacances, ambos libros de la Condesa de Ségur.
Es Anne quien acompaña a FM a Marruecos en agosto de 1984, esta vez en una visita privada, pues desde la llegada al poder de su esposo, Danielle había fijado su línea ética –una línea sinuosa, por cierto– contra los países que solían violar los derechos humanos, y en 1983 había rechazado formar parte de la comitiva que aceptaría la invitación del rey Hassan II. Es con Anne Pingeot y con Mazarine con quien FM pasa la Navidad de 1994 en Venecia, en el Palacio Balbi-Valier, propiedad de sus amigos, los pintores Zoran Music e Ida Barbarigo. Y es en el Alto Egipto, específicamente en el Old Cataract, un palacio de estilo victoriano transformado en hotel de lujo, en Asuán, frente al Nilo, a novecientos kilómetros de El Cairo –según lo cuenta años después la misma Mazarine, devenida escritora, en su libro catártico Bouche cousue (Julliard, 2005)–, donde FM pasa su última Navidad en compañía de su hija y de la mujer de su vida, la discretísima curadora del Museo de Orsay Anne Pingeot.
Hacía años que FM había estatuido –ignoramos de qué manera—que pasaría las noches del 24 de diciembre con su segunda mujer y su hija, y que reservaba, religiosamente, la espera de cada año nuevo en compañía de Danielle y de sus hijos legítimos. De ahí que en lo que él mismo intuía que sería su última ocasión (resistir, resistir hasta llegar al anhelado viaje a Egipto–, cuenta Mazarine que era el único propósito de su padre), el enfermo acepta el ofrecimiento de Hosni Moubarak, llama a algunos fieles para que lo acompañen (el doctor Tarot, Hubert Védrine –su antiguo secretario general, Robert Badinter, aquel intelectual agudo que lo convenciera a abolir la pena de muerte a finales de 1981 ), toma el avión militar que el Presidente amigo le ha enviado a París, llega a tierras egipcias y se encierra en la Suite 237, donde su amante desde hace treintaicinco años, ahora transmutada en enfermera, vela por él, apenas quince días antes de su fallecimiento.
Luego vendrá el retorno a París, el modo en que FM se va apagando con los días en su apartamento-oficina del 9, avenue Frédéric-Le-Play, en donde es visitado por sus dos familias y por sus seguidores más cercanos. Pero Mazarine, que entonces tiene veintiún años, se resiste a la idea de perder a su padre. La víspera de la muerte de FM, un día domingo, su hija organiza un almuerzo con algunos amigos, también muy jóvenes, justo en el salón contiguo a la habitación del enfermo. Hay risas, hay comida suficiente: a Mazarine, como lo admitirá años más tarde en su libro confesatorio, le disgusta el constante dolor de su madre, no quiere para nada asumir la desaparición inminente del hombre fascinante con que se ha criado a medias –este es su reproche personal– y a espaldas de los franceses, el hombre que adoraba a su única hija, el hombre que nunca quiso divorciarse de su mujer oficial a pesar de su amor por Anne y de la conocida deriva amatoria de Danielle con Jean (o Émile –según el libro de Pierre Tourlier, Tonton, mon quotidien auprès de François Mitterrand, Ed. Rocher, 2005), su profesor de gimnasia…
Anne Pingeot, una mujer de muchos silencios, permanece al lado de la cama del moribundo, le toma la mano, observa su respiración que se apaga. (« Mi madre es la heroína de una película que nadie verá », escribirá Mazarine en Bouche Cousue). Luego llega Danielle con sus hijos y se produce su despido particular. A las siete de la tarde, con la pronta noche invernal, FM le pide a todos que salgan de la habitación. Solo deberá permanecer el Dr. Jean-Pierre Tarot, la única persona que le sostendrá la mano y que lo verá morir en la mañana del lunes 8 de enero de 1996. Anne Pingeot, que permanece en una habitación cercana, es la primera en saber de la muerte de su hombre. Luego el Dr. Tarot se encargará de comunicárselo a Danielle, la viuda oficial.
Y como para las leyendas no hay testimonio visual, cuenta, pues, la leyenda –no sólo los galos y los hugonotes tienen la suya— que antes de cerrar el foso en el que acababan de colocar el féretro de François Mitterrand en el panteón de su familia en Jarnac, además de algunas flores, Anne Pingeot y su hija Mazarine dejaron caer un sobre en el que habían sido guardadas muchas de las fotos de la familia oculta del Presidente: fotos del día a día, esas fotos tontas, polaroides de los años ochenta que nos harían vibrar treinta años después y que ahora solo son fotos del imaginario –al menos que la señora Pingeot, tan dada a los silencios, se decida a desvelar algunas; fotos que en manos de fieles hagiógrafos servirían para humanizar al camaleónico político francés.
Quiso el destino –y este hombre de una serpenteante izquierda sí creía en el destino, en las fuerzas ocultas de la vida y en cierto «más allá»–, que FM haya pasado a ser el Presidente de las fotos, incluso en ese que se valió de las fotos para tejer su propio recorrido, y para explicárselo de cierta manera, con sorna y con soberbia, a la posteridad.
Entre las tantas que no fueron lanzadas al foso pues eran fotos públicas está la foto de su investidura el 21 de mayo de 1981, la del momento en que, en uno de sus mejores golpes de efecto, pasadas las seis de la tarde, entra solo y solemne en el Panteón, un pequeñísimo cementerio pura y simbólicamente republicano en el corazón de París, y coloca una rosa roja sobre las tumbas de Jean Jaures (el socialista), Jean Moulin (el Résistant) y Victor Schoelcher (el antiesclavista), mientras afuera, bajo una llovizna pertinaz, se escuchan los acordes del último movimiento de la Sinfonía N.9 de Beethoven (la Oda a la alegría), interpretados por la Orquesta y el Coro de París, dirigidos por Daniel Barenboim.
Una mise en scène –porque lo fue– de un pathos tamizado, pero pathos al fin, que da pie al jubileo de la intelectualidad de la izquierda mundial (muchos de ellos allí presentes), a una enorme catarsis popular y a uno de los mayores momentos de audiencia en la historia de la televisión en Francia; un gesto que un tiempo después fue criticado por el filósofo André Glucksmann (ahora defensor de ese otro comediante, Nicolás Sarkozy), pues, junto a los tantos escritores allí presentes, «testigos de la humanidad sufriente», FM había omitido la invitación «a los escritores que, en el campo socialista, luchan por su libertad», en evidente referencia a la figura de Alexander Solzhenitsyn.
Luego están las viejas fotos de FM con el Mariscal Pétain en 1942 que conmocionaron a sus seguidores más ingenuos, a esos que leen la política de un modo plano y maniqueo, hijos de la ilusión y el entusiasmo…; o una anterior en la que forma parte de una manifestación de jóvenes de derecha contra el aumento creciente de extranjeros (judíos incluidos) en las facultades universitarias parisinas; la de su matrimonio con Danielle Gouze en 1944, otras como ministro de sombrero blanco de visita-control a Argelia, en 1954; la que lo muestra en el podio, dirigiéndose a la enorme masa de militantes seducidos durante el congreso de Epinay, en 1971, que lo consagró como el aunador de todas las ramas no ortodoxas de la izquierda y el hombre que propinó el tiro de gracia al casi-cadáver del Partido Comunista; su escaso par de fotos medio-públicas en compañía de Anne Pingeot, la mujer de su vida; otra, única, de espaldas, con su pequeñita Mazarine de tres años, de visita a las tumbas de Voltaire y de Victor Hugo en las bóvedas del mismo Panteón al que regresará pocos años después como único Presidente de izquierda desde 1954 hasta el día de hoy; algunas tomas, bucólicas, sobre sus paseos por el campo, su peregrinaje anual, casi místico, en Pentecostés, hasta la roca de Solutré: un sitio años atrás dominado por la Resistencia contra la ocupación alemana, luego espacio de meditación, no menos mediatizado, hasta el que asciende –vaya construcción verbal– el rey socialista y su corte; o también las archiconocidas imágenes de su abrazo a Mazarine a la salida de un restaurant al que la segunda familia era asidua; y finalmente una última en la que Mazarine, y su madre detrás, se colocan frente al ataúd solemnemente ataviado con la bandera nacional, en la Place du Château, en Jarnac, el pueblo natal de FM, el 11 de enero de 1996, todos en un primer plano, codo con codo con Danielle, con sus dos hijos, Jean-Christophe y Gilbert, y con las dos nietas oficiales, unos minutos –insisto—antes de que en la intimidad de la turbulenta familia y lejos de todo tipo de cámaras fuera lanzado el sobre con las fotos secretas.
El resto es silencio –o mejor ausencia. En todas las tradiciones tiene que haber, además de una leyenda, un libro perdido, una corona perdida, un amuleto perdido, una carta, un pañuelo…, y por qué no una foto anónima. En el caso del socialismo francés esta será una foto cuyo autor, a quince años de tomarla, todavía se desconoce. Tiene que haber sido ese mismo día ocho de enero, mientras los fieles pasaban ante el cadáver soigneusement (no hay mejor palabra) aderezado, en algún descuido de la(s) familia(s), cuando fueron realizadas tres tomas que luego Paris Match, esa revista festinada que tan necesaria es, se encargaría de publicar. Todavía el socialismo francés anda buscando al hereje.
Se trata, en fin, de tres tomas diferentes del cadáver de FM, ligeramente maquillado, ataviado con un sobrio traje gris y encima de su cama. El trabajo con la luz dice mucho de las manos y de la mirada labrada de su desconocido autor. Ciertamente el hereje debió haber sido el beneficiario, primero de la inclusión en la lista de los elegidos por parte de la familia oficial, y luego de al menos un par de minutos a solas con el difunto.
En un inicio se sospechó de Claude Azoulay, un curtido fotógrafo que había acompañado a FM desde 1979, pero por todos era sabido que el amor de este por el político era suficiente como para contener toda flaqueza y evitar un último impulso de cazador de imágenes (Azoulay había guardado durante años el secreto de la existencia de Mazarine), y mucho menos para incurrir en la vileza de vender los negativos a un medio tan desalmado y poco cabal como Paris Match. Según el testimonio del propio Azoulay cuando se desató la investigación, lo único que hizo al acceder a la habitación fue acariciar los mocasines del Presidente, y en compañía de un escolta.
Será Roger Thérond, el dueño de la revista desde 1976, quien posea la llave de los truenos. « Hoy te pueden criticar por una foto que, en diez años, será una obra maestra », solía afirmar. Es él quien decide guardar dos de los negativos y quien ordena la impresión del tercero, que será publicado el 16 de enero de 1996 en un trabajo mucho más amplio sobre cadáveres históricos, junto a la foto que Félix Nadar hiciera del cadáver de Víctor Hugo el 23 de mayo de 1885 y a otra de Marcel Proust, de perfil, firmada por Man Ray. El mismo Thérond escribirá un editorial sobre unas imágenes que «se imponen por su belleza, por su fuerza y por su peso».
La paranoia se instala entonces en la familia bífida de FM. Un proceso judicial es iniciado y concluye sin ningún veredicto definitorio, más allá de una multa simbólica de un franco que la revista debe pagar a la familia por haber publicado la foto sin su consentimiento. El cruel Thérond, propiciador del record de un millón ochocientos mil ejemplares de Paris Match vendidos, y quien había defendido «el interés histórico de las tomas», muere en 2001 y se lleva consigo (y esta podría parecer una expresión de Flaubert) el secreto de su pecado.
Años después el propio Jean-Christophe, hijo mayor de FM, asegurará que en la intimidad la familia siempre había considerado que la foto era muy buena. «Curiosamente mamá nunca se sintió ofendida. Hasta creía que era hermosa aquella foto, digna de una tradición siglo XIX que inscribía a papá en la línea recta de Víctor Hugo» –escribiría Mazarine Pingeot.
Una mirada por los archivos de la vida cultural francesa dan cuenta de que entre el 5 de marzo y el 26 de mayo de 2002 se dedicó en el Musée d´Orsay una exposición muy puntual de doscientas obras de todos los tiempos sobre los rostros de los difuntos –máscara mortuoria, retrato, pintura o fotografía– titulada Le dernier portrait, en la que aparecían Franz Liszt, Léon Gambetta, August Rodin, una foto de Edith Piaf…, hasta la máscara de La desconocida del Sena, una joven ahogada en el mítico río parisino cuyo rostro fue moldeado con yeso entre 1898: «bellas muertes», según los organizadores de la exposición, en la que, como era de esperar y sin aspavientos, también aparece la misteriosa foto del Presidente Mitterrand. Lo que no aparece en el catálogo es el nombre de Anne Pingeot, por entonces una de las conservadoras de más prestigio en el museo.
Al detenerse en lo que nos hemos detenido, el curador de la exposición recuerda que en unos años atrás FM había buscado un momento de recogimiento para observar de cerca la foto, también anónima, del rostro sin vida de Léon Blum –puerto obligado para todo socialista francés que se precie de su apego a las causas más nobles–, el fundador del primer gobierno socialista durante la III República, el primero en incluir a tres mujeres en su gabinete, quien promueve el alza de los salarios de los obreros, quien reduce a cuarenta las horas semanales dedicadas al trabajo, el promotor de las nacionalizaciones, el hombre de letras…
Según puede leerse en el catálogo, el Presidente había entonces proferido una frase que tanto en francés como en su traducción al castellano nos sigue pareciendo ambigua: «La conquista de un rostro semejante es la significación del socialismo».
François Mitterrand es, además, el Presidente de los libros y de los escritores. Alguna enseñanza à long terme habrá dejado este lobo de mar de la política para que, a pesar de sus supuestas diferencias ideológicas, Nicolás Sarkozy se empeñe ahora mismo en dar una imagen de cultura, invite a sus escritores vivos más afines –algunos de ellos traspasados, como jugadores de fútbol, de las filas del mitterrandismo– y apele a ciertos escritores muertos cuyos nombres ya bastan para dar una imagen de inteligencia y sabiduría.
En el fondo, dicen muchos, FM era un escritor fracasado. Los fanáticos de las estadísticas consideran que durante sus dos mandatos más de doscientos escritores de varias nacionalidades visitaron el Elíseo invitados a la mesa del Presidente. Jacques Attali, Roland Dumas, Jack Lang…, los chicos de su séquito, competían entre ellos para determinar quién le traía más escritores al rey socialista –como si se tratara de gambas o de los hortelanos que tanto gustaba engullir; escritores como pájaros cazados.
Cuenta Jean Daniel, otro ego gigante de la izquierda francesa, en un testimonio publicado en 2006 por el Institut François Mitterrand, que cada vez que se desplazaba al extranjero el Presidente indicaba a Jack Lang, su Ministro de Cultura, que le procurara el encuentro con sus escritores favoritos: William Styron, Saul Bellow, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes…, a quienes gustaba epatar con sus conocimientos culturales y con su amplia memoria en el recitado de versos de… Lamartine; como mismo en 1994, en viaje oficial a Samarkanda, Uzbekistán, FM se había virado hacia su joven Ministro de Finanzas (en plena cohabitación con Balladour) y, suponiéndolo sobre la línea de los gustos literarios del gaullismo, le había espetado: «Por supuesto que a usted le gusta Malraux», a lo que el atónito funcionario le respondería: «No Presidente, prefiero a Hemingway». « Tenía la impresión de estar pasando un examen –confesó más adelante este otro sinuoso joven cuadro– ; después de Hemingway me habló de Céline, de Camus, de Queneau e incluso de Cendras…» Hoy día el asombrado interlocutor de Samarkanda, conocido por todos como Nicolas Sarkozy, rememora aquella escena con el mismo desconcierto y con algo de nostalgia.
En cuanto a los escritores muertos, lo primero que FM adoraba era el contacto con sus viejos libros. Según Michel Charasse –otro de sus chicos, el mismo que por su condición de francmasón decidió no entrar a la iglesia de Jarnac para la última ceremonia a su tutor, y que es célebre por haber tenido que ocuparse de Baltique, la perra labrador del Presidente, fuera del recinto, en el duro frío de enero, mientras los otros rezaban–, FM era un «tocador de libros», un apasionado del libro-objeto, alguien que gustaba frecuentar los viejos anticuarios parisinos en busca de algún ejemplar que le hiciera salivar.
Lo otro eran sus tumbas, las tumbas de los escritores: Bernanos, Mallarmé, Romain Rolland… En una entrevista publicada por la revista Lire en octubre de 1978, unos años antes de su llegada al poder, FM no esconde su curiosidad por el fenómeno de la muerte, esta vez combinada con una muestra de respeto ante los gestores de escrituras: «Adónde fueron a parar los cuerpos de aquellos inventores de mundos: esta es una pregunta que me interesa. Quien ama a la muerte, ama a la vida» –sentenciaba.
Uno de los escritores de mayor estirpe con los que FM tuvo trato fue el alemán Ernst Jünger: fiel soldado, exaltador de la estética de la guerra, antidemócrata por excelencia, coleccionista de coleópteros, lúcido memorialista, amante de los rododendros, excelso estilista…, uno de esos personajes más que complejos, polémicos, poliédricos, que ilustran el pasado siglo, con el que –por muchas razones, y una de ellas fue el oportunismo mitterrandianno— el Presidente francés se identificó.
En 1984, junto con el Canciller alemán Helmut Kohl y con FM, Jünger participó en el homenaje a las víctimas de la Primera Guerra Mundial en Verdun, otro de los guiños solapados del Presidente francés a su adorado Pétain. En uno de esos encuentros, el francés le confesó: «En tiempos de Napoleón usted sin dudas hubiera llegado a mariscal».
Once años después, en la etapa más cruenta de su enfermedad, y nuevamente acompañado por el Canciller Kohl, con quien programaba la gestación de la Nueva Europa, FM se desplazó a Wilflingen justo cuando a Jünger se le celebraba su centésimo cumpleaños. Para Julien Hervier, investigador y principal traductor de Jünger al francés, en entrevista con Philippe Lançon en Libération el 28 de febrero de 2008, en aquel encuentro confluía el enfermo casi terminal de cáncer que Mitterrand era y un anciano sabio a quien le interesaban los relatos de los sobrevivientes, de las personas que regresaban de un coma, de los que habían caído de una montaña…, de todos aquellos que habían pasado por el mítico túnel que conduce a la muerte y que, para asombro de los curiosos, habían experimentado cierto placer, cierta paz, y luego cierta tristeza a la hora del despertar.
Ese mismo día, con la expresión “Aquí está un hombre libre”, FM publicaría en el Frankfurter Allgemeine Zeitung una apología a Ernst Jünger en la que habla de Goethe, de Hölderlin, de Nietzsche, de Stendhal…, y donde elogia en su amigo “una noción de Progreso que rechaza las profecías de Hegel y de Marx, y el pesimismo de Spengler”.
Y es, pues, en este mismo periódico alemán en donde, al otro día del fallecimiento de Mitterrand, aparece una entrevista a Jünger en la que cuenta que, en uno de sus encuentros en Wilflingen, después de conversar sobre Léon Bloy, Rivarol y Drieu La Rochelle (a quien Jünger visitó varias veces en París durante la Ocupación), el Presidente elogió su biblioteca, pero admitió que no le gustaba Saint-Simon, una de las lecturas caras al alemán; seguramente –intenta explicarse el escritor— debido al coté démocratique del líder socialista. Luego el anciano reconoce: “Intenté compartir con Mitterrand mi entusiasmo por esas formas absolutas, y sus consecuencias para la Historia, que son la Corte Francesa del Ancien Régime, la Flota Inglesa y el Estado prusiano, en los que la tradición del mando y de la obediencia era vivaz”.
De no haber fallecido ya en el momento de este comentario, y de haber asumido sin prejuicios la sentencia de su sempiterno rival Charles de Gaulle, François Mitterrand debió haberle respondido al alemán con esta vieja línea de antes de la Segunda Guerra: “La verdadera escuela del mando es la cultura general”
Bien distante del tono elogioso de Ernst Jünger estará en 2005 el número 34 de la revista marsellesa Agone, cuyo dossier especial lleva un título severo: «François Mitterrand, el rey del lifting». Por otro lado, aunque en sintonía, un francotirador como Philippe Sollers no tiene reparos a la hora de llamarlo La Momia en su novela Studio, de 1997, en la que lo retrata como un necrófilo, retoma aquellas célebres palabras del Presidente moribundo: «creo en las fuerzas del Espíritu», «no os abandonaré jamás», para luego, de labios de su personaje Stein, espetarle en la cara: «la Momia no pensaba; calculaba, se valía de la astucia, olfateaba, anticipaba, dividía, reinaba, pero en el fondo, al pensar se volvía opaco. Consideraba a los filósofos inútilmente complicados y sin importancia, algo que, entre nosotros, es cierto la mayoría de las veces. En cambio, el gran gurú, la magia, tendencia a la estafa, habladurías, polvos de pseudo-orgías, todo lo divertía, todo le parecía plausible».
Diez años más tarde, ahora desde sus memorias, Sollers narra su único par de encuentros con el Presidente-que-quiere-agradar a los escritores. «No me gustaba Mitterrand, pero me intrigaba –confiesa en Un vrai roman (Ed. Plon, 2007)–, y, teniendo en cuenta la mediocridad política ambiente, aquel mediocre sinuoso me intriga aún». Por su parte, el juicio de Raymond Aron en sus memorias es centrado, crítico del político, elogioso con el Presidente letrado: «Se parece a los grandes hombres de la IIIra y la IVta República, prendado de bellas letras, con un talento de pluma que gusta cultivar». Y el de Gabriel García Márquez es más que eufórico, hiperbólico: «No solo era un excelente escritor, sino que formaba parte de aquellos que escriben todos los días de su vida, como lo hacen los grandes».
Imposible entonces deslindar escritores y escrituras de la figura de este presidente de izquierdas que reaccionó muy y mucho como un apparatchik, como un homonculus de la Guardia Suiza de los tiempos de Luis XIV (aquellos que husmeaban por los corredores) y del Opus Dei del siglo XX, como una entidad primordial e incognoscible; él, quien apenas unos meses antes de morir admitía en entrevista a Elie Wiesel su deseo de «confiar a la escritura la tarea de ordenar su vida»…
Rodeado de libros de todos los espesores, FM no pudo evitar que la posteridad descubriera aquella carta en la que, con tan solo veintiún años, le preguntara de modo retórico a su prima Marie Claire Sarrazin: «¿Cómo Dios ha podido crear el mundo sin que yo esté en el origen?».
Tal vez la mejor definición haya sido la de otro de sus rivales, Jacques Chaban-Delmas, ex Primer Ministro del gobierno Pompidou, quien también lo describiría como un rey, “pero si realeza hubo –insiste–, fue la de un rey de Shakespeare, ahogado por la sombra, rodeado de clanes y de intrigas”.
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* Incluido en el libro Notas al total (Bokeh, Leiden, 2015)
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