Al incautar sus pertenencias y clausurar el cuarto modesto de la calle Muralla, aquel capitán de la joven Policía Revolucionaria, delgado, de barba incipiente más cristiana que rebelde, y empeñado en ocultar con un tic de su lengua hacia afuera una leve marca de labio leporino, daba por cerrado el caso del occiso Benito Kozman, un hombrecito de unos cuarenta años, raro como su apellido y sus costumbres, hallado cadáver hoy 3 de agosto de 1962, según consta en un acta mecanografiada a prisa en la comandancia municipal con la tipografía de una máquina Underwood bastante maltratada que antes había pertenecido a la redacción de la revista Carteles.
Todavía en septiembre de 1942, Benito Kozman permanecía escondido en el cementerio judío de la calle Okopowa. Junto a él, Aharon Trebacz, hijo de una ilustre familia jasídica; Samuel Alter, ya conocedor del comercio de cereales a pesar de su juventud, y la prometida de este, Miriam Ben Eliezer, de tez apaciblemente blanca y cabello furiosamente negro. Los alemanes habían decidido conservar sólo los wirtschaftlich notwendige, aquellos económicamente útiles, pero, aunque pudieran considerarse como tales, los cuatro jóvenes habían optado por la fuga. Tras el bombardeo soviético del 1ro de septiembre nada quedaba de su casa de la calle Pawia; tampoco sus padres, que unos días atrás habían sido seleccionados, evacuados, reinstalados al Este –según el habla oficial–, a un desconocido campo en la zona boscosa de Treblinka.
Por aquellos días, las autoridades habían echado a correr la promesa de entregar media libra de azúcar por cada judío delatado y extraído de su escondite. Para los niños de las familias católicas que aún residían en el ghetto empezaba la fiesta, la cacería y un nuevo modo de colaborar con la ya maniatada economía de sus hogares. Los escondidos escuchaban sus risas, imaginaban sus ojos azules que brillan, el babeo de sus perros. Por lo que de nada servían los revólveres que habían comprado por 4 000 zlotys cada uno a un viejo judío trabajador de la fábrica de armas Brauer, ni las precauciones ni los turnos de guardia. Aprovecharon esa niebla constante llegada del norte que en otoño invade las mañanas polacas, se internaron todavía más en la parte oeste del cementerio, treparon al fin sobre el muro alambrado que lo aislaba de la zona supuestamente aria de la ciudad.
De su salida de Varsovia nada se sabe. Los cuatro amigos reaparecen en Lisboa en las frías navidades de 1942. Aharon Trebacz insistía en perfeccionar sus conocimientos del Talmud, estudiaba el hebreo, pronunciaba súbitas arengas sobre la tradición y el regreso. Samuel Alter se afanaba en conocer al dedillo el mercado lusitano, traficaba algo de sémola, algunos vinos baratos, y en la noche, en aquel apartamento que compartían en la calle Joshua Benoliel del barrio de Amoreiras, se encerraba en su cuarto, ponía en el tocadiscos A vaibele a tsnien, una melodía interpretada por las hermanas Bagelman con la orquesta de Abe Ellstein, grabada ese mismo año, y sin miramientos hacía amores con Miriam Ben Eliezer.
Benito lo acompañaba en el día entre cereales y botellas color ámbar; y en la noche, desde el cuarto contiguo, aguzaba su oído, escuchaba los gemidos de la pareja por sobre el flautín y la voz gangosa de las hermanas Bagelman.
Nada sabemos de lo ocurrido cuando Samuel Alter descubrió que su tocadiscos se escuchaba a deshoras y que a su novia le temblaba la voz durante la cena. Sólo nos queda –tras la muerte habanera de Benito Kozman– una postal recibida hacia 1959, ajada y de caligrafía temblorosa:
¿Sabes qué hubiéramos sido en Mauthausen? Stucks, piezas.
¿Y en Treblinka? Polvo apestoso. ¿Por qué insistías entonces en
amar a Miriam?,
a lo que siguen unas palabras tachadas con evidente esmero.
El primero en irse fue Trebacz, que tartamudeaba. Mascullando insultos recogió un león de Judea en miniatura, algunos libros, un candelabro de siete brazos y el 15 de enero de 1943 embarcó para Nueva York, donde aún vive, en una casita blanca en el barrio judío ortodoxo de Brooklyn.
Miriam no recogió nada. Con la excusa de unas compras de confitura e hilo para zurcir, desapareció una mañana e integró la masa de aquellos 20 000 judíos que terminaron en Shanghai, según cuenta el filme belga Escape to the Rising Sun, de 1990.
Alter, por su parte, al concluir la guerra decidió unirse a unos parientes ya instalados en París, donde murió en 1978 atropellado por la bicicleta de un paquistaní cargado de flores que bajaba la leve cuesta de la rue du Renard, dirección a la plaza de la Alcaldía.
El destino de Benito Kozman fue otro. Ya lejos de aquel apartamento en Amoreiras, instalado a medias en las afueras de la ciudad, padeció náuseas, repetidos mareos, pérdidas de la audición, raros síntomas de lo que más tarde sería diagnosticado como Vértigo Menière, un padecimiento de alguna manera deudor de tensiones anteriores que lo limitaba a escasas salidas a la semana. En una de ellas, justo cuando gestionaba algo de alcoholato, trementina y algunas cápsulas para su alivio, terminó ligado a un grupo de hombres que importaba tabacos cubanos hacia Lisboa y los canjeaba por botellas de coñac francés –léase lo consignado el 28 de febrero de 1943 en el Diario de París del capitán de la Wehrmacht Ernst Junger.
Hasta ahí la traza es más bien visible. Un tiempo después y a pesar del silencio cómplice de la prensa lisboeta, corrieron rumores en la ciudad sobre el envenenamiento de algunos oficiales alemanes de segunda fila, también destinados en territorio francés, a partir de la inhalación de un polvillo grisáceo hallado en varios de los tubos de cristal que protegían y engalanaban aromáticos habanos procedentes de Cuba.
Claro que aquel grupo de hombres se dispersa de inmediato y no debería asombrarnos que Benito Kozman reaparezca en La Habana acogido por un bibliotecario aburrido de la calle Basarrate, en una estancia en realidad breve, pues, ya sea por la escasa imaginación de su anfitrión, por el bullicio constante –sirenas y disparos incluidos– en aquel barrio colindante con la Universidad o por su vinculación con los hacedores de imprenta del periódico El Estudiante Hebreo, Benito se instala definitivamente al fondo de un pasillo en la calle Muralla, la misma por la que desfilaba ahora, boca arriba sobre una parihuela verde olivo que aún desprendía aromas de montaña, cubierto de pies a cabeza por una manta de idéntico tono.
Días atrás había sonado un petardo en un bar de la calle Villegas, y aunque por algunos era sabido que tras el bombardeo soviético en septiembre de 1942 y el bullicio universitario habanero de 1953 a Benito Kozman le horrorizaban los ruidos intensos, y muy a pesar del hilo de sangre que empezaba a secarse a la salida de uno de sus oídos, nada de esto le fue dictado al taquígrafo por aquel capitán de barba cristiana, parco, delgado, de ojos azules brillosos, como de un niño que anhela su hostia o su media libra de azúcar polaca.
Benito odiaba el azúcar. Sin embargo, al penetrar en la habitación para manipular el cadáver, las botas de los policías chirriaban contra el piso con un sonido de arena que es prensada y se deshace. También había hormigas. Del mismo modo fueron ignorados 20 000 zlotys en ajados billetes, 100 escudos portugueses y 1 dólar USA escondidos durante años en los dobladillos de tres pantalones de pana gris que colgaban de un clavo junto a la única ventana.
Nada se dijo de los apuntes en yiddish que aparecían en los rebordes de las páginas de un ejemplar del periódico Revolución, ni del polvillo grisáceo esparcido sobre el cristal de la mesita de noche (debajo, sepia, una foto de mujer), ni del habano seco en su tubo de vidrio que alguien sacó de una gaveta con un comentario jocoso. Vecinos y autoridades se repartieron cuidadosamente los enseres, los niños del barrio intentaron acrobacias sobre el bastidor de la cama y hasta hubo quien al colocar para su provecho un par de zapatos en una bolsa habló de alguna causa justa.
En una esquina de aquel cuarto en la calle Muralla, tibio aún por su reciente uso, un pesado tocadiscos Silverstone de caoba oscura también había sido ignorado. Adentro, por unos de esos desperfectos en los aparatos que empiezan a envejecer, atorado el brazo a un par de centímetros del acetato, giraba insistente un disco de 33 revoluciones privando a los presentes de la melodía y la voz gangosa de las hermanas Bagelman.
Publicado en la revista Unión, La Habana, No. 59-60, 2005, p. 51-52.
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