Tras los gansos y el sonido

Seguir a los gansos

Fue en 2005, en entrevista con Carlos Monsiváis para el diario El País, que el mexicano Sergio Pitol aseguraba que su frecuentación de los países del este europeo, sobre todo Polonia y la Unión Soviética, había contribuido a la formación de sus personajes más excéntricos. “Las dictaduras, la opresión, los producían –abundaba entonces–; ser raro era un camino a la libertad.”

Llevaba razón el escritor de Domar a la divina garza, un libro que en su momento levantara no pocas ronchas en la República de las Letras mexicanas, por su carácter de ave rara, por su manera de meter en una singular máquina de rayos X muchos de los tics nacionales.

Del imaginario pitoliano habrán salido, pues, personajes antológicos para las letras hispanoamericanas como Marietta Karapetiz, la Falsa Tortuga o Dante C. de la Estrella, pero el caso es que el mismo Pitol ya antes había advertido que de la propia sociedad mexicana, compleja, intrincada, había brotado su afán por capturar ese espíritu excéntrico que nos singulariza –a unos más que a otros, felizmente– de entre los tantos otros mamíferos. “Recuerda, Carlos, nuestra adolescencia, y verás que nos movimos entre ellos –se explaya el nacido en Puebla–. Nuestro amigo Luis Prieto, el rey de los excéntricos, nos condujo a ese mundo.”

Esta sería la primera secuela tras la lectura de Seguir a los gansos (Static Libros, 2014), un libro en el que Javier Fernández (Ciudad de México, 1971) ha reunido sus últimos cuentos: que de la cohabitación con la Frontera –Fernández nació en el Distrito Federal, vive en Tijuana y sus bestias se mueven alrededor de ese rectísimo aunque poroso segmento que va desde ésta hasta Yuma, pasando por Tecate y Mexicali —también puede manar una profusión de seres estrambóticos: “pájaros urbanos, inquietos y estridentes”, como él mismo acota en el primero de sus cuentos.

Desfilan aquí el Padre Quezada, matemático, parapsicólogo, “teólogo a tres bandas”, fundador de la Iglesia Restauracionista Cristadelfiana del Palomo Ladrón; el profesor Bengala, “un renombrado egiptólogo”, quien tras estudiar Ingeniería Volcánica se convenció de que la condensación del basalto entre las capas geológicas había incidido en sus fracasos amorosos; Sylvian Abbaon, un lacónico inglés que se empeña en montar un concierto de rock en medio de una laguna en Santa María del Oro; o doña Chelo, un personaje con tipo de vegetal impositivo que preside la fiesta del Señor de la Ascensión en un pueblo borrado de los mapas, una celebración digna de las de Bajtín, con “vómitos de atole y membrillo”, olores de buñuelo y sonidos de jaranas incluidos.

Pero que la singularidad de estos nombres no nos lleve a una idea folclorista, postboom, del noroeste mexicano; todo lo contrario, cierta rarefacción en la imagen –producto de una escritura entre rapaz y alambicada, que me atrevo a deducir marcada por la lectura de la poesía—contribuye a la quema de todo aquel estereotipo que el cine de antaño, la mala prensa y las telenovelas nos hayan impuesto.

“Tijuana hedía a garnacha, elote y perro.” Resulta curioso que en Seguir a los gansos no abunden los sicarios, los periodistas desaparecidos, las bandas de narcos o las mujeres mutiladas, como supuestamente debería marcar el cliché Frontera Mexicana. Y es que esa tensión verídica, ese día a día de alto voltaje existencial es sublimado aquí hacia el no menos irredento mundillo de la música.

Javier Fernández es de esos escritores que inexorablemente han hecho de la música –y de sus padres putativos, el silencio y el ruido—una parte medular de su propuesta de ficción, desde Thomas Mann (“un músico desplazado a la literatura”, como él mismo se catalogó), Alejo Carpentier, Julio Cortázar, hasta, recientemente, el español Agustín Fernández Mallo.

Todos, o al menos casi todos los personajes de estos cuentos van en busca de un concierto, burilan estrategias y mueven luego el cuerpo a la caza de un peculiar tipo de utopía: la del sonido perfecto y extático. Así, como los personajes de la aldea en el relato “Boris, Boris”, viven “atentos a [la] inatajable y misteriosa búsqueda” del Ruido, otros –llámese Miridal Turquía o Ismael, Careli Mora, Índigo Malanche o el mismo Javier, pertenezcan a tribus urbanas skaters, metal heads o lowriders— recorren kilómetros en un Chevrolet ’84 o en un Hyundai Pony, del lado de allá de la frontera, hasta Oceanside o hasta el Snow Valley Ski Resort, al noreste del montañoso San Bernardino, mucho más allá de la gringa ciudad de San Diego, a la caza de un concierto de doom metal o de braquet punk.

Este prurito melómano explica que Seguir a los gansos se cierre con un curioso capítulo titulado “Prosa sonora”, en donde Javier Fernández va pegando, como estampillas de vírgenes o de futbolistas admirados, narraciones, digresiones, apuntes sobre determinados discos de música –de Jimi Hendrix, de David Bowie, de Fairport convention o de John Lennon– que, suponemos, hayan marcado su recorrido de hombre y de escritor. Un gesto, este último, que singulariza la que ya por sí misma resulta una interesante colección de cuentos.

De esa misma manera, el pergeñador de estructuras y propuestas de sintaxis que Fernández es, se afana en que sus relatos pasen por los caminos menos trillados, los menos concurridos, a través de los cuales un narrador construye una historia puntual. “La voz del profesor Bengala es una prótesis de caucho, aluminio y madera que chasquea como los cárcamos del muelle” –así comienza uno de estos cuentos. “Me pregunto si Candy Sue viene de una república cordial”, se inicia otro, titulado “Casa Juárez”, definitivamente delirante.

Punto y aparte, alto en el camino, chapeau y ovación merecería el cuento titulado “Katchoo y el búngalo”, que ojalá a estas alturas ya se encuentre en una antología de los mejores cuentos mexicanos de los últimos años, junto a “Nocturno de Bujara” o a “El relato veneciano de Billie Upward” o a cualquiera de las mejores narraciones breves del viejo Sergio Pitol.

Allí donde sintomáticamente se aleja un tanto de las tribus urbanas y de la orografía del noroeste mexicano, Fernández ha decidido contarnos sobre Francine, una psicóloga clínica y profesora francesa que es invitada al Scripps College de San Diego para que lleve a cabo, en el terreno, varios ciclos de Terapia de Follaje con mujeres con historial psiquiátrico entre 21 y 69 años de edad.

Cansada de ser observada con sobrada desconfianza por parte de sus colegas, los “teóricos de lo sólido, buitres de la evidencia y el camino andado”, la Doctora Francine Diel se empeña en sus experimentos sobre la psicoacústica, convoca a sus pacientes a que vengan a consulta con un objeto fetiche a partir del cual empezar a desbrozar sus particulares delirios, como por ejemplo, una chica que ha sido violada en un muelle y viene a terapia con un arpón o un salvavidas cubierto de salitre, que luego debe abandonar, dejar atrás, preferentemente, con su carga evocativa, de manera a exorcizar el mal.

Pero Francine no está sola: una de las condiciones que puso a quienes la invitaban a dejar la Vieja Europa para instalarse por un corto tiempo en el cálido San Diego fue la de traer consigo a Cécile Schott, su amiga, su amante, y que esta pudiera observar las terapias tras el espeso cristal de una recámara insonorizada.

De esta manera, mientras Francine ausculta el alma de sus pacientes a la espera de poder extraer de ellas –o al menos entender– el lado podrido, Cécile, que es músico de profesión, horas más tarde entra en una erótica con los objetos abandonados por aquellos seres desolados y neuróticos, y de ellos saca inusitados sonidos. “Los objetos vibran, roncan, hipan.”

Solo que ellas también tienen un pasado en común que arrastran en silencio, parapetadas tras los gestos de cariño y la diplomacia social, en este relato de Javier Fernández que nos obliga a recordar las tantas maneras en que pueden convivir en dos personas el violento, irrebatible deseo y el frío desentendimiento.

Como en aquel olvidado libelo publicado por Michel Foucault, Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur et mon frère…, son presentadas aquí, a la manera de apuntes clínicos, las historias de esas mujeres que –como la misma doctora Francine y su amiga Cécile—intentan sin éxito tamizar el peso del fetiche y el de las ideas fijas, la marca de la memoria y sobre todo la de la pasión.

Cuando cerré Seguir a los gansos recordé mi propio tránsito de inmigrante por la frontera mexicana; aunque el mío fuera tan solo un paso breve por la costa este: aquel calor seco de finales de julio, aquella imagen del Cerro de la silla, en Monterrey, altísimo, agreste, como la boca de un animalejo que no sabemos si ha muerto.

Se trataba, pues, de una montaña rara, inusual, de cuya imagen no podemos escapar…, como puede que ocurra con un par de secuencias de este libro que es música rara, bestia atenazada, arduo tejido de la frontera, como el denso acné de una muchacha de pueblo intrincado, bajo cuya piel, como apunta Javier Fernández, pareciera que se oculta “un atajo clandestino a la China soviética”.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N.773, noviembre 2014, Madrid, 

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