Muy al inicio del cuaderno de apuntes que llevara durante su viaje a la India en 1961, Pier Paolo Pasolini relata su asistencia a una recepción ofrecida por la embajada cubana en Nueva Delhi con motivo del segundo aniversario de la revolución de Fidel Castro. Allí, entre diplomáticos y acompañantes de gala, el italiano sucumbe a “una especie de espejismo absurdo”, cuando no le queda más remedio que hacerle frente a la imagen de dos sacerdotes católicos “delgados como espadas, ceñidos por una franja roja en la cintura y con solideos rojos sobre la nuca”.
Entre el hieratismo de esa nación de cuatrocientos millones de almas, a la que acaba de llegar, y la efervescencia de la reciente revolución caribeña, allí, donde menos se lo hubiera imaginado el cineasta friulano, entre charlas y vasos chatos para el whisky, reaparecen dos símbolos animados de una vieja época de la que Pasolini quiere a toda costa desprenderse, eso que llama, “emblemas candentes de todo un mundo”.
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