El día anterior José Julián había auxiliado con su carro a un hombre herido. Esquivaba sin premura los baches de una calle de El Cerro cuando, al desembocar en una esquina del Parque Manila, un hombre negro se abalanzó sobre el capó del carro agitando los brazos y le anunció –porque no puede decirse que haya sido un pedido– que necesitaba llevar de inmediato a su amigo, un hombre blanco que sangraba por la espalda, al Cuerpo de Guardia de lo que, desde hacía más de cincuenta años, todos conocían como La Covadonga.
Eran las cinco y media de la tarde y al hombre blanco otro hombre le había asestado –José Julián nunca supo por qué– dos punzonasos en un pulmón.