Archivo de la etiqueta: literatura cubana

Gerardo Fernández Fe: “La escritura y la lectura son actos de soledad”

Foto: Alejandro Taquechel

Iván Darias

En tiempos de “lo viral”, es muy común que se impongan las versiones reducidas sobre cualquier tema. Tal parece que ahora, reconvertidos en espectadores de un mundo virtual que solo suele adquirir vitalidad si se radicaliza, los humanos consumen mejor las visiones torpes y triviales que explican —a la manera de un estupefaciente— la realidad más cercana a cada quien.

Los escritores, en su función más tradicional: la de contadores de historias, a veces demuestran que se han adaptado muy bien a esta tendencia reduccionista de narrar un asunto. Algunos se esfuerzan en contar de un modo que garantice la publicación, las ventas y, en estos tiempos de redes sociales, una legión de seguidores que se encargará también de validar el estilo y las temáticas de quienes relatan. Lo demás, los demás, perderán importancia, según esta lógica detrás de la cual solo parece aflorar la ignorancia, ahora en su forma más común y banal, antintelectual, antielitista.

Cuba, como tema, como escenario, tampoco escapa de este modo restrictivo de la representación. La isla, que vive levantando pasiones desde hace más de seis décadas, también queda como el trasfondo que, para entenderse, tiene que contarse de una única manera. De lo contrario, se alude a otra nación, sin que importe mucho que en la literatura todos los países son invenciones, unas más creíbles que otras.

El cubano Gerardo Fernández Fe ha sido llamado en ocasiones un escritor “raro”, según una clasificación que a veces tiende a obviar la individualidad de cada quien. Porque se presume todavía que haber nacido en el Caribe requiere, por fuerza, una proyección específica, incluso en el arte de escribir.

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El perreo postcomunista

Aunque muchos otros se otorguen el copyright, fue Francisco Umbral, hace casi cincuenta años, quien primero se refirió al término “perreo”. O al menos fue el primero que lo verbalizó y lo hizo literatura en su libro Mortal y Rosa para describir los paseos por la ciudad con su hijo pequeño, su arte del vagabundeo, idéntico al de los perros. Por eso el editor (o el mismo Umbral, quién sabe) consideró necesario colocar una línea a pie de página para aclarar que eso de perrear no era más que un neologismo del autor madrileño.

Sin embargo, el verbo “perrear” no aparece con esa connotación umbraliana en el diccionario digital de la Real Academia de la Lengua Española, y sí con otras acepciones llegadas del Nuevo Mundo: una de Costa Rica, otra de Venezuela… ninguna de Cuba o de Puerto Rico.

Menudo desacierto el de los académicos al no incluir esa otra definición que desde hace unos años fija al perreo como uno de los modos, el más expresivo y procaz, de bailar el reguetón, un género sin pedigrí dentro de la música latina, sin grandes padres fundadores, y que, como la zarabanda en los siglos XIV y XV, ha sido vituperado desde los flancos más pendientes de la imagen y de la moral, tanto de la derecha como de la izquierda.

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Fernández Fe y el lado C de las cosas

Foto: Alejandro Taquechel.

Carlos Lechuga

Estamos en La Habana. En un barcito muy bonito que queda en 17 entre G y H, Vedado. A un lado está el parque donde los jóvenes se reúnen y tratan de matar el tiempo, y al otro ese cementerio o asilo de ancianos que es la UNEAC. 

Me tomo un ron oscuro, creo que va a ser de los últimos que me tome en este país, porque, como todo el mundo, pienso irme echando bien prontico. Miro a la puerta. Hace algunos años aquí mismo me encontré a mi entrevistado de hoy. Pasaba en un carro, me vio, gritó, se detuvo y me acerqué a hablar con él. Organizamos para quedar y nunca pudimos.

Después de eso me mandó su libro de entrevistas a José Kozer, que es una maravilla.

Esta vez, que es como una especie de despedida de este barrio, sí hemos “aterrizado” el encuentro.

Su último libro, Hotel Singapur (Audere, 2021), llegó a La Habana con un año de retraso por culpa de la pandemia y como el país cerró por completo no había manera. Aunque la verdad es que mi ejemplar fue uno de los primeros en llegar. 

Gerardo Fernández Fe es así de especial y cuidadoso.

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Nuevas señales de Antonin Artaud

Poco antes de encontrarse con el pueblo Tarahumara en México, Antonin Artaud hizo una escala de apenas cinco días en La Habana. Era enero de 1936. Corrían tiempos difíciles en Europa. En Alemania, las elecciones al Reichstag concluían con el triunfo de una única lista de seguidores de Adolf Hitler; en Francia, Louis-Ferdinand Céline trabajaba en su panfleto antisemita Bagatelles pour un massacre, y Robert Brasillach y otros escritores vinculados al semanario Je suis partout se sumaban a la ola de aclamación al nacionalsocialismo; y en España la cruzada contra la República calentaba motores.

Huyendo de todo aquello y del “doloroso desorden” de la civilización occidental, Artaud se embarca a punto de cumplir los cuarenta años en un viaje transformador del que decenas de investigadores y hagiógrafos ya han dado cuenta. “México me dará lo que debe darme”, escribía desde La Habana en una carta a Louis Barrault fechada el 31 de enero. Los veinte días sobre el Atlántico le han servido también para desintoxicarse de “los venenos”, el opio, el láudano, la precariedad financiera, los malos pensamientos…

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Ella, él y los campos de margaritas

Sucede como en Arturo, la estrella más brillante, de Reinaldo Arenas… Obligado a acarrear dos realidades paralelas —la de la memoria y el imaginario, por un lado, y por otro la de un campo de trabajo forzado en el que lo han recluido—, el protagonista cae en la cuenta de que “lo real no está en el terror que se padece sino en las invenciones que lo borran”. Estas, dice, “son más fuertes, más reales, que el mismo terror”.

Eso está duro —me dije. Aquello de las realidades interpuestas, de la realidad en varios planos, resulta algo con lo que el lector, el espectador, ha aprendido a convivir, y ahí siguen Kafka o Sebald, entre otros, para dar fe y testimonio. Pero lo impactante es que el terror pueda perder su calibre, su ser atroz, su voltaje, y que el Mal se apreste a pasar a un segundo plano, superado por lo que —para aliviarlo— hemos ido inventando a través de la mentira, el ninguneo o el silencio.

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Gerardo Fernández Fe: nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita

Foto: Alejandro Taquechel.

Melissa C. Novo

Leer a Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es asistir al escarnio propio en la plaza chiquita del pueblo. No hay broquel contra su manía de nombrar y mostrar lo oscuro que nos habita. Intenta, todo el tiempo, revertir el supuesto orden de las cosas, se desvía de las pretensiones y nos libera, a través del lenguaje y de una ficción que no lo es tanto, de esas máscaras y mentiras que interponemos entre nosotros y el horizonte de lo real.

Hotel Singapur (Audere, Miami, 2021), su más reciente novela, es un bucle en el que asoman y danzan todo tipo de falencias. La ambición aquí se erige desde lo grotesco. Desde personajes cuyos arquetipos evolucionan a través del dolor y del descubrimiento del pasado. La familia, en el centro, como si se mirase a través de calidoscopio sin espejos, revela su perfil más descarnado.

La línea argumental, en apariencia lineal, se mueve entre escenarios diversos, entre el ayer y la incertidumbre del mañana, entre la imaginación que es quizá, por qué no, la porción más sincera de nosotros mismos. Genaro, el protagonista, narra adueñándose de planos y puntos de vista que parecieran no pertenecerle. Así, juega y hace lo que desea con el lector. Lo confunde. Lo aturde. Lo desespera.

Conversar con Gerardo Fernández Fe sobre Hotel Singapur —habiendo colocado sus otras dos novelas también sobre la mesa— es otra forma de re-leer este texto. Es otro juego, igual de impaciente, en el que nunca sabremos qué de lo contado pertenece o no a la fantasía.

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Severo Sarduy, la luz y el excremento. Una entrevista de Jacques Henric

Severo_Sarduy

En una entrevista publicada en abril de 1970 por la revista francesa Combat sobre el ritual de la escritura, y después de explicar la diferencia entre la energía exterior a recibir por el escritor en el siglo XIX y el teatro material que lo rodea –y motiva– en nuestros tiempos, Severo Sarduy se confiesa: “Mi ritual es bien reducido: música popular brasileña, mucho café, alcohol o alguna golosina, doy vueltas o bailo. A menudo escribo desnudo. El acto de la creación está rodeado por una serie de tics que forman parte también de la escritura. Algunos autores escriben acostados; otros, lo sabemos, bajo el influjo de la droga; otros –y es el caso de uno de mis amigos— dentro del agua caliente de su bañera. Habría que estudiar este fenómeno. Es un ritual de orden erótico y eso es lo que me interesa”.

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El espíritu-Borat

Matar a Robin Hood

Habría que preguntarse cuánto de fabulación y de estrategia se parapeta detrás de la crítica a una película, cuánto hay del aporte del escribidor de reseñas, pero sobre todo de qué vale este acto de desentrañamiento -más allá de empujar al espectador a pagar su billete y entrar en la sala oscura-, toda vez que el consumidor, por algo misterioso e irracional, suele reaccionar de disímiles maneras, ninguna concluyente.

De la utilidad (o no) de las reseñas sobre cine, ya otros han hablado. En “Los siete pecados capitales de la crítica”, François Truffaut, después de atacarlos con nombres y apellidos, aconsejaba no darle “demasiada importancia a los críticos”. Federico Fellini elogiaba a ese crítico que “habla de la película como si fuese una criatura viva, una persona, y no con la frialdad evaluativa y presuntuosa, con la distancia aséptica de un ingeniero.”

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Sinalectas, la muesca en la escombrera

Sinalectas

En un libro de hermoso título y prosa rimbombante, Francisco Umbral, quien ya antes había asegurado que los escritores salen poco al campo porque solo en la ciudad tienen asegurado la gloria y el prestigio, se aventura en la siguiente definición: “La lucha literaria no es, en el fondo, sino la conquista de la solemnidad”.

Desde ese estado extremadamente contaminante, lectores y escritores, público y buena parte del gremio, exclamaron alguna vez “¡pero, qué es esto!” ante el producto acabado de un poeta. Ocurrió con Baudelaire. O con Mallarmé, a quien un personaje-poeta de La colmena de Camilo José Cela vincula con “las descomposiciones de vientre”. (“¡Qué asco!” -dice.) En cuerda similar, Stephen Spender escribió en su diario de 1953 que las ideas generales de Ezra Pound sobre poesía eran “negativas, estériles y secas”. Y ocurrió, entre otros, con Cintio Vitier, cuando le espetó a Virgilio Piñera “¡Hay sífilis en tu poema, y esto no me gusta!”, tras su lectura de “La isla en peso”.

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Un inédito de Juan Carlos Flores

Siempre he vinculado a Juan Carlos Flores con la actitud y con algunos de los temas más disparados de Tom Waits: God’s Away On Business, Hell Broke Luce, Rain Dogs o Heart Attack and Vine… Será, entre tantas cosas, porque detrás del histrión se suele observar a un ser que padece, que intenta tamizar con la carcajada un ontos que hace aguas, definitivamente fracturado.

Así pues, he regresado tras un buen tiempo a su poesía.

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Partiendo por la derecha: Juan Carlos Flores, Almelio Calderón, Ismael González, Gerardo Fernández Fe y Carlos Aguilera. Octubre de 1994. Foto: GFF.

Leer a un amigo, ya lo sabemos, pasa sin remedio por la visión de las fotos mentales (y de las físicas, si felizmente existen) que sobre él conservamos. En este acto de memoria, arqueológico en su estado puro, me vienen a la mente nuestros encuentros, hace ya más de veinte años, algunos de ellos en casa de Almelio Calderón, en San Miguel 522, Centro Habana, con Pedro Marqués de Armas, Ismael González Castañer, Jorgito Aguiar, Francisco Morán, Elvirita Rodríguez, Carlos Aguilera, Kimani… O con los mismos personajes, pero en los salones de lectura de la Biblioteca Nacional, acompañados por el fantasma trastabillante, abrazado a un bulto de papeles sin orden, de Walterio Carbonell. Todo esto ocurrió para mí entre 1989 y 1995.

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De izquierda a derecha, entre otros amigos, Jorge Aguiar, Pedro Marqués, Gerardo Fernández Fe, Juan Carlos Flores, Carmen Paula Bermúdez, Ismael González, Almelio Calderón, Omar Pascual y Jessica Aguiar. Despedida de Almelio, noviembre de 1994. Foto: GFF

Recuerdo los dos tomos de la poesía Hölderlin que nunca recuperé y que deben ahora mismo ser lectura de desconocidos; el cuarto de Juan Carlos en Alamar, regado de libros, por debajo de lo austero; el relato de su familia: un hermano parricida, entonces en prisión, una madre diminuta, reseca, como un personaje de Rulfo…

Todo eso fue, insisto, hace más de veinte años. Luego cada cual tomó su rumbo: exilios, insilios, justificadas neurosis.

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