Hilario era de los pocos que habían regresado de la Base Naval de Guantánamo. Cuando llegué a tener una relación más cercana con él –lo conocía de vista desde mucho tiempo atrás–, hacía años de aquel suceso del que ya nadie hablaba. Tenía unos cuarentitantos años, creo que menos de cuarenta y cinco, un hijo gay de veintitrés con el que no vivía y apenas conversaba, y una mujer gruesa mucho mayor que él. Hilario fungía como responsable del parqueo colectivo en donde yo parqueaba mi carrito viejo, un Opel con motor soviético pintado a brocha de rojo ladrillo.
— Estoy cobrando la mensualidad –me decía cada mes, cerca del día veinte, cuando yo apagaba el motor y él se acercaba a la ventanilla con una libreta de escolar y un lápiz pequeño. Entonces yo sacaba la billetera y en vez de los treinta pesos acordados desde el inicio, los mismos que se le cobraban a cada propietario por un mes de cuidado exclusivamente nocturno, extendía mi mano con dos billetes de veinte que él aceptaba gustoso, próximo a mí, dejándome percibir un ligero olor a alcohol en su aliento, no mucho, sólo algo leve, leve y habitual, algo incorporado ya al tono ordinario de su paladar.
No sería sincero si afirmara que Hilario me caía mal. A pesar de que sabía que a Hilario le gustaba mi mujer por el modo en que la miraba cuando llegábamos de noche al parqueo y ella salía del carro, entradita en carnes como siempre ha sido, y cogidos de la mano lo saludábamos y bajábamos en paz la colina que separaba al parqueo de nuestro edificio, a pesar de ello nunca tuve celos de él ni mucho menos experimenté un sentimiento mezquino hacia su persona. Quizás él sí supiera que yo tenía conocimiento de su admiración o su deseo o sus heroicas ganas hacia mi mujer…; pero ahora eso no tiene importancia. Tampoco creo que la palabra heroico sea la más acorde con su naturaleza.
Lo que sí es cierto es que cada vez que me topaba con Hilario en el parqueo, ya se me acercara con su lápiz mocho y su libreta de escolar o simplemente me dirigiera un saludo desganado con un movimiento del brazo, cada vez que Hilario aparecía ante mi retina yo pensaba en Walter Benjamin.
Sigue leyendo →
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Debe estar conectado para enviar un comentario.