Hace unos años, una revista se hacía eco del alarmante proceso de erosión en las costas de la península de Crimea. Basado en estudios geológicos difundidos por el semanario Den, de Kiev, el articulista se detenía en el palacio de Livadia, construido por Nicolás II hacia 1912, que había sido «sanatorio para obreros y campesinos después de la revolución», y luego sede de la Conferencia de Yalta, en 1945. De esta ha quedado una foto de Josif Stalin, Winston Churchill y Frankiln Roosevelt, escoltados por el toque italiano del patio interior del palacio.
Casi cincuenta años después, parece que las playas de Crimea, paso obligado para viajantes y turistas, han agotado los cimientos de la península, y con ellos también el palacio, al punto que, como parte de los preparativos para otra de las Cumbre de Jefes de Estado de los Países del Mar Negro, el gobierno de Ucrania tuvo que meter el brazo hasta el codo en sus arcas para asumir los trabajos de vigorización y reforzamiento.
También entre viajes, dinero y juegos políticos se mueve la otra Livadia, la novela de José Manuel Prieto, pues así como la simbólica península se deshace, este libro, como no queriéndolo, pone en entredicho más de un estrato ideológico (canon estético, divisa moral o doctrina política) de estos tiempos que nos han tocado vivir.
Como en los textos canónicos de su género (¿su género?), en Livadia resalta primeramente la etología de los personajes del viaje: el viajero, la dueña del hostal, la mujer deseada, el barco, la frontera —»membranas estatales»— y el Mal, o lo que es lo mismo, el peligro, ya sea en forma de tormenta, de rufianes (cosacos zaporozhets) o de la frase passportny kontrol gritada en medio de un tren que avanza.
Sólo que aquí no se trata del simple viaje de placer o, como dijera Brodsky, de «una forma espacial de autoafirmación» (algo así como un viaje hemingwayano), sino más bien de la imbricación entre:
a) un ser nacido para un coto cerrado: un cubano;
b) un escritor;
c) un hombre al que le gusta el dinero.
De ahí la explosión…
Alguien escribió que entre los más notables escritores cubanos de este siglo (Lezama. Piñera, Sarduy, Cabrera Infante, Arenas…), sólo Carpentier representaba el verdadero «ciudadano del mundo», el único capaz de desligarse de la florida isla, y también de la Florida y de la Isla, como es el caso ahora de José Manuel Prieto.
Por eso insistimos en lo de erosión de estratos simbólicos, pues nada ha estado más lejos de nuestro canon nacional que el cosmopolitismo de algunas de nuestras mentes: situación incómoda que ha sido pasto de la crítica, de la incomprensión o de cierta concepción de «lo ajeno», de lo que no entra… Canon como regla, como catálogo; también como cañón. Si al escoger atmósferas y escenarios rusos, Prieto se sale del canon de nuestra narrativa, de soslayo, como una tangente, quizás también como tras unos goggles que facilitan la visión durante la noche, el autor ve (o deja ver) luces esenciales para nuestro Ser nacional. Prieto ve luces, y con él, nosotros.
Partamos de esa pasión brodskyana por San Petersburgo que ya José Manuel Prieto había dejado entrever. Ciudad de mar, de afluentes y deltas, de vida pública, de entradas y salidas, de comercio; puerta que da a Occidente… Dos cuentos que anteceden a este libro dan muestra del juego entre enquistamiento y de la explosión del espíritu ruso: My brave face, quizás el verdadero embrión de Livadia, zona de estepas, de viajes en tren, de violencia, de amor…, y Nunca antes habías visto el rojo, con su profusión de vanidad y de luces citadinas. A Prieto le conmueve el tradicional cosmopolitismo ruso, salido curiosamente de su espíritu feudal. De ahí este (otro) modo del Ser ruso como explosión: el éxodo, la imitación, la banalidad, el tráfico.
Como los rusos, también nosotros, los cubanos, hemos estado mirando a Occidente durante mucho tiempo. Y esto a Prieto también le toca. Nacido en un lugar igualmente feudal, receñido, el caso cubano no puede esconder su explosión, su ser trivial e intrascendente, su éxodo, su mercadeo, su espíritu económico, a pesar del desacuerdo de nuestros Padres Fundadores y de nuestras cabezas rectoras. No se trata aquí de jocosidad, de bullicio solariego ni de choteo, manidas resistencias nacionales, sino del otrora y actual martilleo cubano entre el viaje, la prosperidad económica y el proyecto de vida (lo que en Livadia es mariposa exótica, mujer o escritura misma).
Se trata, en fin —en esta novela donde no hay neurosis, sino estallido, desacato— de un pragmatismo que hace al protagonista preguntarse: «¿Qué estaba haciendo allí, acostado sobre aquella cama baja, en la casa de una desconocida? ¿No debía estar haciendo algo, logrando algo, acumulando algo?» El pueblo, la provincia, el país, la cama baja, como para tantos otros, han devenido para este personaje en punto de enquistamiento, como buen «ciudadano del mundo». Por eso, insisto, lo del viaje, no como simple «forma espacial de autoafirmación», sino como explosión; y más allá, el tráfico, el contrabando, como hipérbole y funcionabilidad de ese viaje.
También Rimbaud se debate entre viaje, comercio y escritura. Han sido precisamente los responsables de una timorata hagiografía rimbaudiana los primeros en exclamar ante la humana duplicidad de su objeto de estudio: suerte de Jekyll & Hyde que los Poderes (la Iglesia, la Escuela, la buena Moral) han preferido ocultar. En la misma época en que Rimbaud organizaba una expedición con 2000 fusiles para el rey Menelik II, futuro emperador de Etiopía, y en las mismas tierras en las que el tálero del Santo Imperio Germánico era nombrado abou gnouchtou, o padre de la satisfacción, el poeta recibía una carta del Ingeniero suizo Alfred Ilg, el 16 de septiembre de 1889, en la que lo increpaba de este modo: «Cualquiera diría que la fiebre de vendedera de Brémond es epidémica, y usted está enfermo hasta el cuello. Vender blocs de notas a personas que no saben escribir y que ni siquiera conocen los usos secretos de semejantes instrumentos, es verdaderamente el colmo».
En Livadia, por su parte, se habla de pieles de tigre del Amur, de colmillos de mamut, de veneno de serpientes, del almizcle de los venados del Altai, de goggles nocturnos y hasta de «cigarros americanos robados en Rusia y vendidos a un panameño en Estocolmo». Sin embargo J.P. (que así se nombra el personaje-narrador) no es un traficante común. (‘Yo quería llegar a convertirme en algo más que un novelista, llegar a ser algo más que un escritor de historias y me lancé al agua fría del contrabando…»)
Nada más lejano que la nota de solapa de la edición de Mondadori que lo llama «contrabandista nómada (que) espera en Livadia (…) las cartas que le irá enviando V.» Josha (que así le llama María Kuzmovna, la administradora de la pensión Livadia) es un aprendiz de escritor, un viajero letrado o al menos un lector de novelas de espionaje, de raros epistolarios, un bibliómano frecuentador de un oscuro librero de la calle Liteinaya. José (así suponemos se llame nuestro personaje) encara definitivamente la situación del escritor moderno y su economía deprimida; de hecho representa el cruce de caminos entre los mitemas romántico y moderno, entre quien pierde, espera y busca el cuerpo amado, y un hombre más civil, que piensa en las contrariedades de su(s) ciudad(es) y de su bolsillo; entre trascendencia e inmanencia; entre Rilke y Brodsky; entre una tradición (cubana) que no acata su Ser económico —tradición de la tradición— y un otro gesto por asumir: léase escritura, política o empeños domésticos.
Livadia es también un excelente ejercicio de caligrafía: papel de arroz, grumos, ribetes, tinta, firma… Una novela que se abre con la frase: «Siete pliegos de papel de arroz Iluminados por la luz de la tarde» tiene que ser, casi obligatoriamente, un texto de excepcional trazo, de misterio.
Pero, como en Balzac, ese otro hombrecillo encantado por economías, en Livadia predominan relaciones personales que tienen lugar en campos de connotación económica:
- J.P., en un banco de la terminal marítima de Odessa, al percatarse de la huida de V., se palpa el pecho «para comprobar si conservaba mi cartera, la considerable suma en dólares»;
- J.P., en Livadia, muestra una apócrifa carta de recomendación a María Kuzmovna y de inmediato extiende el correspondiente fajo de dólares para una habitación con vistas al mar;
- J.P., en Bruselas, es interpelado violentamente por una señora que lo acusa de haberle vendido, en Lieja, unas latas de caviar en mal estado;
- J.P. vende al sueco Stockis un par de goggles: visores nocturnos salidos de la venta ilícita de equipamiento del Ejército Rojo. Luego recibe la propuesta de Stockis para partir al delta del Volga en busca del yazikus, una rara y cotizada especie de mariposa;
- J.P., en Estambul, camino del Aia Sofía, escucha la frase «Eres tan bueno… Me acostaría contigo gratis» de los labios de una supuesta patinadora artística recién conocida que dice llamarse V.;
- J.P. recuerda la noche en que pernoctó en el hueco de un elevador, atento al movimiento de soldados checos que transportaban sacos repletos de coronas provenientes del Banco Central de la República. J.P., esa misma madrugada, soñando con robarse aquel dinero.
- J.P., finalmente, entrega una considerable suma de dinero a Nicolai Ivanovich, capitán del mercante Mijail Svetlov, como pago a su traslado ilícito y definitivo, en compañía de V., de Estambul hasta Odessa, en donde ésta desaparecerá para siempre.
Solidus romano, tálero alemán o (nuestro) dólar: idénticas construcciones, lémures, material entrañable, sueño y vigilia del escritor moderno. Retomemos una de las últimas reflexiones del libro, entre física y rococó: «… hay dinero en el mundo como vapor de agua en la atmósfera, lo importante era saber desprenderse del calor —humano—, alcanzar la temperatura necesaria para que se condense sobre uno en gotas doradas que fluyan a tus arcas en continuos chorros, engrosándolas».
Una lectura menos al pie de la letra de ese «desprenderse del calor —humano—» nos confirma la evidencia de una pragmática del comerciante, del mercader. De ahí que no estemos ante un ejemplo (más) de literatura humanista, sino pragmática, saludablemente cínica. J.P. confiesa: «Jamás visito museos en las ciudades a las que viajo con mercancía», con la misma naturalidad con que Rimbaud, en Aden, asume su función de responsable de las operaciones de trillado y empaquetamiento de café moka con destino a Francia, y después, en carta del 15 de enero de 1885, confiesa a su familia «vivir modestamente haciendo algunos pequeños tráficos para pagar mis gastos».
Livadia es además (y felizmente) susceptible a otras lecturas: su nueva visión de la aventura, lo autobiográfico, la inserción de clásicos del género epistolar, la circularidad en su estructura narrativa, la permanencia de elementos de la ciencia y la técnica… Podrían escribirse otras reseñas con los títulos de Elogio de la óptica o Física y entomología en Livadia. Podría refutarse lo anteriormente expuesto: podría hablarse de novela de amor, de traidor traicionado, de ingenuidad; podría hablarse de texto de iniciación, de mística… Pero tras su lectura no he hecho sino pensar en economías. Con el poeta Ismael González Castañar, José Manuel Prieto es de los escritores cubanos que mejor han sabido llevar el dinero a la literatura, pero además la literatura al dinero, develando el homo economicus en el escritor que somos, desmitificando el trillado paradigma romántico, desacralizando a nuestros intelectuales incontaminables.
Quizás J.P. o Joshia o José Manuel Prieto sepan también que, como curioso trampolín, hace algunos años eriales y fronteras rusas se convirtieron en fértil zona de paso y de estancia para miles de trasnochadas cajas del buen y del espurio tabaco cubano. Finalmente un retomo —estepario— de nuestra ya manida simbología insular.
Publicado en Encuentro de la cultura cubana, Madrid, España, No. 20, primavera de 2001, p. 348, y en Manglar. Revista de cultura trasatlántica, Montpellier, Francia, No. 00/2001, folleto 3.
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