En un libro de hermoso título y prosa rimbombante, Francisco Umbral, quien ya antes había asegurado que los escritores salen poco al campo porque solo en la ciudad tienen asegurado la gloria y el prestigio, se aventura en la siguiente definición: “La lucha literaria no es, en el fondo, sino la conquista de la solemnidad”.
Desde ese estado extremadamente contaminante, lectores y escritores, público y buena parte del gremio, exclamaron alguna vez “¡pero, qué es esto!” ante el producto acabado de un poeta. Ocurrió con Baudelaire. O con Mallarmé, a quien un personaje-poeta de La colmena de Camilo José Cela vincula con “las descomposiciones de vientre”. (“¡Qué asco!” -dice.) En cuerda similar, Stephen Spender escribió en su diario de 1953 que las ideas generales de Ezra Pound sobre poesía eran “negativas, estériles y secas”. Y ocurrió, entre otros, con Cintio Vitier, cuando le espetó a Virgilio Piñera “¡Hay sífilis en tu poema, y esto no me gusta!”, tras su lectura de “La isla en peso”.
Con semejante mueca de estupor, no pocos observadores se han asomado en los últimos años a la escritura de Javier Marimón (Matanzas, Cuba, 1975), incapaces al fin de reconocer en el supuesto desvarío, en la falta de solemnidad y en la eficaz audacia de su producción a una persona que -regreso a Umbral- “necesita explicarse el mundo para explicarse a sí mismo”; solo que aquí el relato no tiene nada de lineal, ni de ordinario, 1) porque busca narrar en poesía lo que casi nadie se atreve a hacer, lo nimio irreparable (uno que ensaya dualidades, otro que se come un huevo, aquel que se mira una herida, el de más allá que se hace promesas a sí mismo), y 2) porque, como pocos, no se ha asido a los salvavidas habituales de la tradición poética.
Si los primeros poemas surgieron de los cantos de trabajo, de los hombres que remaban a contracorriente, de los labriegos que miraban al cielo y escupían al suelo, no cabe duda que, desde ya, había otra poesía venida de un ser mucho más recóndito, las más de las veces inconexo, como el ser de los sueños que regurgita sentencias sacadas de toda lógica. Javier Marimón ha hecho literatura con el arsenal, no tanto de palabras, sino de situaciones irreconocibles con las que a diario, sin prestarle la menor atención, se topa el ser humano: con ese par de alocuciones sin lógica alguna -ahora me confabulo-, balbuceadas cuando se sale de la ducha o cuando se escogen en Sedano’s las mejores malangas para un caldo.
Con esa “escombrera turbia” (como diría Umbral en Mortal y rosa), este escritor ratifica algo que muchos de sus colegas y no menos lectores optan por ignorar: la literatura como simple problema. Las imágenes de Filio Gálvez, sobre todo a inicios del libro, que aparecen mutiladas de una singular manera mediante una hendidura, una muesca -como cuando se le encaja la uña filosa a una manzana-, dan prueba de ello. De ahí la dentadura muesqueada, el perro muesqueado, el ciclista muesqueado, que acompañan a los textos; imágenes incompletas todas, mutiladas, y por lo tanto incongruentes, carentes de obviedad.
Será, pues, esa realidad y ese lenguaje muesqueados -que más adelante asumen ausencias cuadradas, circulares, rectangulares- sobre los que Javier Marimón quiere llamar la atención: llevar la poesía al límite lúcido de lo incongruente, de lo ilógico, lo que el lector adocenado no logra atrapar; “trazo que retiene la imagen” -escribe en el primero de sus textos-, que le hurta el sentido ordinario a partir de una mutilación, de un espacio blanquísimo que la ha despojado del significado establecido por la Doxa y por la Historia.
Al final, constatamos que los trozos de imagen que fueron retirados mediante una muesca han ido reapareciendo -un pedazo de perro, tres dientes brillosos, la cabeza de un ciclista concentrado en lo suyo-, y que estos cobran vida propia, en su individualidad, como esas hincaduras, repito, que con la uña afilada y por puro placer hemos realizado sobre la piel lustrosa y perfecta de una manzana, y que recogemos, parsimoniosos, para regresarlas a la mesa.
Eso es lo que ha estado haciendo Javier Marimón en los últimos años, lo que ahora logra con su Sinalectas (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2016), lo que con una carcajada consiguió cuando en pleno Facebook, mientras muchos exhibían sus libreros perfectos, sus gatos simpatiquísimos, su felicidad incólume o su corrección política (que las hay de muchos tipos), el poeta “se aparecía”, como ese que llega ya borracho a una ceremonia nupcial, con unas historias mordaces, altisonantes, muchas de ellas de sintaxis descoyuntada, habiendo ya cascado todo orden lógico y todo buenismo, listas para entrar en una necesaria Historia de la desfachatez y la no solemnidad en la escritura.
De ahí los plomeros que hacen chistes de tubos, la caca de perro que se parte al tocar la hierba, la band-aid que flota en una piscina, la botella de leche que se ríe de “los cautivos de ilusión”, la enfermera que al inyectar exige que la nalga sea leída, o la doctora griega cuya tonta pregunta -como la del lector modélico y adocenado- provoca el fin de la felicidad conyugal.
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