En un libro de hermoso título y prosa rimbombante, Francisco Umbral, quien ya antes había asegurado que los escritores salen poco al campo porque solo en la ciudad tienen asegurado la gloria y el prestigio, se aventura en la siguiente definición: “La lucha literaria no es, en el fondo, sino la conquista de la solemnidad”.
Desde ese estado extremadamente contaminante, lectores y escritores, público y buena parte del gremio, exclamaron alguna vez “¡pero, qué es esto!” ante el producto acabado de un poeta. Ocurrió con Baudelaire. O con Mallarmé, a quien un personaje-poeta de La colmena de Camilo José Cela vincula con “las descomposiciones de vientre”. (“¡Qué asco!” -dice.) En cuerda similar, Stephen Spender escribió en su diario de 1953 que las ideas generales de Ezra Pound sobre poesía eran “negativas, estériles y secas”. Y ocurrió, entre otros, con Cintio Vitier, cuando le espetó a Virgilio Piñera “¡Hay sífilis en tu poema, y esto no me gusta!”, tras su lectura de “La isla en peso”.
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