El parqueador, Walter y el aeroplano

opelHilario era de los pocos que habían regresado de la Base Naval de Guantánamo. Cuando llegué a tener una relación más cercana con él  –lo conocía de vista desde mucho tiempo atrás–, hacía años de aquel suceso del que ya nadie hablaba. Tenía unos cuarentitantos años, creo que menos de cuarenta y cinco, un hijo gay de veintitrés con el que no vivía y apenas conversaba, y una mujer gruesa mucho mayor que él. Hilario fungía como responsable del parqueo colectivo en donde yo parqueaba mi carrito viejo, un Opel con motor soviético pintado a brocha de rojo ladrillo.

— Estoy cobrando la mensualidad  –me decía cada mes, cerca del día veinte, cuando yo apagaba el motor y él se acercaba a la ventanilla con una libreta de escolar y un lápiz pequeño. Entonces yo sacaba la billetera y en vez de los treinta pesos acordados desde el inicio, los mismos que se le cobraban a cada propietario por un mes de cuidado exclusivamente nocturno, extendía mi mano con dos billetes de veinte que él aceptaba gustoso, próximo a mí, dejándome percibir un ligero olor a alcohol en su aliento, no mucho, sólo algo leve, leve y habitual, algo incorporado ya al tono ordinario de su paladar.

No sería sincero si afirmara que Hilario me caía mal. A pesar de que sabía que a Hilario le gustaba mi mujer por el modo en que la miraba cuando llegábamos de noche al parqueo y ella salía del carro, entradita en carnes como siempre ha sido, y cogidos de la mano lo saludábamos y bajábamos en paz la colina que separaba al parqueo de nuestro edificio, a pesar de ello nunca tuve celos de él ni mucho menos experimenté un sentimiento mezquino hacia su persona. Quizás él sí supiera que yo tenía conocimiento de su admiración o su deseo o sus heroicas ganas hacia mi mujer…; pero ahora eso no tiene importancia. Tampoco creo que la palabra heroico sea la más acorde con su naturaleza.

Lo que sí es cierto es que cada vez que me topaba con Hilario en el parqueo, ya se me acercara con su lápiz mocho y su libreta de escolar o simplemente me dirigiera un saludo desganado con un movimiento del brazo, cada vez que Hilario aparecía ante mi retina yo pensaba en Walter Benjamin.

A ver…, entendámonos: después de un breve internamiento en un campo de acogida para extranjeros y sujetos sospechosos, y ya entonces despojado de su pasaporte alemán, Benjamin pernocta en París, desciende a Lourdes, llega a Marsella en pleno verano de 1940 y ultima los detalles de su paso sobre los Pirineos, dirección a la frontera española, para de allí  –y esto ya forma parte de lo que nunca tuvo lugar–  llegar a una Lisboa neutral y embarcarse rumbo a Nueva York. Lo cierto es que el 26 de septiembre del mismo año Benjamin y algunos otros conocidos llegan a Port Bou y son detenidos por la guardia de la frontera española, la que, además de negarles el permiso de entrada, les anuncia su inminente entrega a las autoridades francesas, tránsito seguro hacia los campos de trabajo (y de muerte)  destinados a los ciudadanos de origen judío.

Algunos intérpretes de la historia han llegado a afirmar que definitivamente los agentes de aduana no pretendían sino dejarse sobornar, dineros mediante, por aquella banda huidiza y de ojos azorados; pero la realidad insiste en que a Walter Benjamin  –esto creo que lo he dicho en otro lugar– le falló la mirada aguda y terminó, esa misma madrugada, con una sobredosis de morfina y una nota de despedida: En una situación sin salida no tengo otra opción que terminar. Será en este pueblito de los Pirineos, donde nadie me conoce, que mi vida acabará.

(Debo confesar ahora y por primera vez un sueño recurrente que no me abandona desde mis primeros años de conciencia. Resulta que corro sobre un muro de apenas un metro de ancho, una especie de Muralla China en miniatura. A ambos lados del muro, agua, y en ella, en proporciones sólo vistas en filmes de acción, una infección de tiburones. Yo me afano en correr sobre aquel muro de piedra gris cuidando de no resbalar y caer en aquellas aguas amenazantes, y cuando levanto el mentón, a unos pasos de mí, que he frenado en seco, me espera un león. (Aún no sé por qué pero en ningún momento se me ocurre dar media vuelta y huir sobre mis propios pasos; no sé por qué, pero la vuelta atrás no es concebida en mi sueño).  Es entonces que retomo mi marcha, tomo impulso y sin la ayuda de ningún objeto afín, sólo con mis brazos y mis manos abiertas, despego y emprendo un vuelo salvador).

Cada vez que reconozco la silueta de Hilario en el parqueo  –yo llego cansado del trabajo, a veces llovizna y hay que apurar el paso y el saludo–  pienso en Walter Benjamin intentando mentalmente sobrevolar la frontera, un reducido espacio de tierra, un tramo de carretera, una barrera que sube y baja al antojo de cinco o seis uniformados, una garita mínima con una mesa en la que permanecen algunos papeles, una radio de madera en la que se escucha una canción popular o una marcha heroica precedida por unas palabras enardecidas. Todo ello visto no a la luz de más de sesenta años sino allí mismo, en septiembre de 1940, aunque desde arriba, a vuelo de pájaro, o mejor desde el aeroplano en que Walter Benjamin se ha convertido de golpe para sobrevolar la frontera en contra de la voluntad de los cinco o seis uniformados.

Reescribir la historia de un hombre al que le han cerrado el paso y decide embutirse de pastillas, o alterar el orden mismo de los acontecimientos y hacerlo correr desde el lado de acá de la frontera hasta que emprendiendo un leve vuelo sea capaz de pasar por encima de la garita y de su música heroica, ha sido uno de mis más frecuentes pensamientos, incluso en el margen de dos, tres segundos, cuando cierro con llave mi Opel pintado a mano de rojo ladrillo y saludo a Hilario que anota no sé qué en su libreta de escolar.

Podría llamarse Malik Dahamoune, un argelino de Kabilia que sueña con llegar algún día a París, o Ángel Amado, simplemente un cubano que no quiere vivir en Cuba, o incluso Hilario, que regresó una mañana de septiembre de su internamiento temporal en la Base Naval de Guantánamo, un tema del que, por cierto, ya nadie habla…, cualquiera de ellos daría lo que no tiene por una carrera de impulso que le permitiera, con tan sólo un par de brazos y sus correspondientes manos, como en el sencillo acto de nadar, emprender un ligero y definitivo vuelo.

..…

Hablábamos sobre la huída de alguien, entre tapas y jaranas, cuando, incluso en un corto viaje que hice a Barcelona, me vino a la mente la figura de Hilario. (Para mi asombro no hice fijación en el modo en que miraría a mi mujer, entonces sola, devolviendo mi viejo Opel a su lugar en el parqueo, caminando sola, colina abajo, dirección a casa).

Fue entonces que propuse realizar una excursión a Port Bou.

— Es un pueblito insignificante  –me dijo uno de mis amigos, mejor conocedor de los encantos de la región–. No tiene nada interesante.

Esa tarde fui por primera vez a los toros. Regresaba José Tomás a La Monumental de Barcelona después de cinco años fuera de los ruedos. También estaban Cayetano y Finito de Córdova. Afuera, mientras esperábamos para entrar, una muchedumbre gritaba contra nosotros. También cayeron un par de piedras. Al final fue hermoso.

Esa misma noche el Real Madrid remontaba el marcador en apenas treinta minutos y vencía 3-1 al Mallorca para coronarse Campeón de la Liga. Festejamos el triunfo en una taberna inglesa con una enorme pantalla de televisión y unas garrafas de cerveza. Era un 17 de junio. Tengo fotos que lo atestiguan.

 

 

publicado en Inactual en enero de 2011.

1 comentario

Archivado bajo Relatos

Una respuesta a “El parqueador, Walter y el aeroplano

  1. Cuando pienso, por ejemplo, que me quedan doscientos y pico de días en el curso escolar, ay, Walter Benjamin… ¡Cómo quisiera volar sobre esos meses!

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