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Edwards, Padilla, los micrófonos y los camarones principescos

Si La Habana que descubrió Guillermo Cabrera Infante cuando regresó en 1965 a despedirse de su madre muerta era un escenario de sujetos cansados, aparentemente “agobiados por un pesar profundo”, una ciudad donde crecía para siempre la bolsa negra y donde abundaba la mirada perspicaz hacia y entre los escritores, la esencia y el decorado atisbados por Jorge Edwards apenas aterrizó en el aeropuerto de Rancho Boyeros el 7 de diciembre de 1970 resultaban igualmente opacos. El fracaso de la publicitada Zafra de los Diez Millones de ese mismo año podía incluso respirarse, a modo de energía, entre los figurines que pululaban por el bar y la planta baja del Hotel Riviera, a donde el diplomático chileno fue conducido.

De esta manera, los jardines modificados que Cabrera Infante descubre en no pocas casas de El Vedado (“plátanos en lugar de rosas”, apunta), pues la gente siembra en dos metros cuadrados para intentar comer mejor, son los mismos ante los cuales pasará el escritor santiaguino con aquellos amigos intelectuales que conociera dos años atrás. La ciudad  —relata Edwards— “se presentaba ahora sin afeites, regenerada, desafiante en su pobreza”.

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La memoria morada

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La prensa de medio mundo ha insistido en estos últimos tiempos en un episodio de pedofilia del cual, siendo un niño, el escritor chileno Jorge Edwards fuera víctima. Desde entonces han corrido siete décadas y ahora, con la publicación de Los círculos morados (Lumen, 2013), primer tomo de sus memorias, nos llegan los detalles sin remilgos, pero sin lagrimeos. De continuar ocultos, insiste el autor, “me convertiría en un neurótico terminal”.

Tuvo lugar en el Colegio San Ignacio, en un sitio de sotanas jesuitas, de birretes negros, bajo el paraguas sinuoso del espíritu de “soldados de la causa de Cristo”. De aquellas efusiones amorosas del padre Cádiz, un ser de “cabeza inconfundible, ratonil, de gruesos anteojos”, y del desconcierto de aquel niño silencioso, poco apto para los deportes, hoy tan solo queda la buena letra de un libro de memorias.

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