Luz a la zona rara

Vanguardia

En febrero de 1959, a un mes de la entrada en La Habana de la caravana conducida por Fidel Castro, arribaba a la capital cubana Jaime García Terrés, director de Revista de la Universidad de México. “Encuentro una ciudad tranquila. Ni asomos de miedo o violencia. Decididamente la revolución no está en las calles. Está en los ánimos, en las conciencias, en los planes para el futuro…”, anotaba en un cuaderno de apuntes con el que recorrió la ciudad durante dos semanas.

Un mes más tarde aparecía el número 7 del mensuario que Terrés dirigía, dedicado en su totalidad a la Revolución cubana. Aquí, además de un ilusionado ensayo de Carlos Fuentes y de textos de Carleton Beals, William Attwood y otros analistas, se publicaba “Diario de un escritor en La Habana”, el resultado de aquellos apuntes que García Terrés tomara al pie de la calle, donde, tras constatar la prevalencia de la “música popular revolucionaria” en el ambiente de la urbe, y asistir a un pase de documentales de actualidad en un cine de la calle San Rafael, el mexicano es recibido “en el local del Lyceum” por la intelectual comunista Mirta Aguirre, entre “refrescos y pastelitos de almendra”.

En esta escena, quien ya empezaba a fungir como brazo telúrico de la represión cultural, observaba que el pueblo cubano era “muy ‘politizado’”, se declaraba “contra el sectarismo que [había] comenzado a manifestarse ‘disfrazado de extrema izquierda’” y admitía que “una derecha limpia” había contribuido, como otras fuerzas, al derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista.

No sabía entonces García Terrés que, veinte años después, quien le ofrecía el pastelito de almendra con una sonrisa, cerraría una exitosa carrera de ingeniera de almas al servicio del Partido Comunista con la exclusión del Diccionario de la Literatura Cubana de muchos de los escritores que no se habían plegado desde aquel enero al dictum de la autarquía naciente y habían escogido el camino definitivo del exilio.

Si bien en ninguno de los recodos del libro La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (Fondo de Cultura Económica, 2013), del historiador y crítico Rafael Rojas, aparece el relato de este encuentro entre un visitante extranjero y una de las ideólogas más notables del continuado manejo de la cultura desde el estado totalitario, cierto es que los unifica algo que ya es hasta una obviedad: que más allá de los impulsos de la izquierda y de la decencia de cierta derecha, a partir de 1959 todo pasaría por un único punto, el de la adhesión sin fisuras y la fe ciega. Y que para el díscolo solo quedaría la exclusión, la desaparición de la ciudad letrada y el exilio.

Son leídos en este libro ensayos sobre Calvert Casey y Severo Sarduy, Nivaria Tejera y José Kozer, Julieta Campos y Lorenzo García Vega, escritores que eran bastante jóvenes en aquel año bisagra, que estéticamente respondían muy poco a preceptos propios del espacio literario republicano, y que entre esa fecha y 1968 salieron de Cuba para radicarse en diferentes capitales de Occidente, donde interactuaron con otros modos de ver y sentir el arte, lo político y la existencia misma.

Claro que no es este un libro sobre todos los escritores que tomaron un avión y huyeron del paraíso revolucionario. Si así lo fuera, nos tocaría leer sobre Gastón Baquero y Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Jorge Mañach y Enrique Labrador Ruiz… Se trata aquí de escritores que, condicionados por su estatus de exiliados, horadaron de diversas maneras la argamasa totémica del canon establecido de nuestras letras, se desconectaron de muchas de nuestras obsesiones nacionalistas, asimilaron el flujo de ideas y de percepciones que les ofrecían sus nuevos entornos (neorrealismo italiano y nouveau roman, beat generation y budismo, postestructuralismo francés, Freud, Lacan y Marcuse), y, si bien no todos podrían ser hoy observados desde un mismo prisma que determina qué es y qué no es “vanguardia” como categoría estética, sí conformaron una especie de zona rara dentro de las letras nacionales, mientras, de muros hacia adentro, otros escritores abrazaban el conversacionalismo poético, el latinoamericanismo militante y el realismo socialista importado del oriente europeo, además de escudriñar lo menos posible en otros modos de expresión y de percepción venidos de los focos culturales occidentales.

Rojas ha querido puntuar este segmento de vanguardia no tanto a partir de enero de 1959, cuando la euforia y la ilusión se apropiaron de casi todos los cubanos, sino de noviembre de 1961, fecha en la que fue cerrado el suplemento Lunes de Revolución, tras la cual la joven intelligentsia comenzó a entrever el fin de la “continuidad de los proyectos culturales vanguardistas”, propiciado por el primer gobierno revolucionario; en la que los aires de pluralidad –a pesar de las incesantes visitas de simpatizantes extranjeros, las ediciones masivas y los ciclos de cine europeo– eran solo eso, aire, y que para quienes aspiraban a una sociedad en justicia, lejos del dogma estalinista, el idilio empezaba a desfallecer.

Es por ello que el autor se ocupa de deslindar a un exilio de estirpe republicana, no obligatoriamente de corte anticomunista hasta antes de esa fecha, y este otro exilio mucho más joven, de filiación a la izquierda, pero horrorizado por la orientación prosoviética que fue adquiriendo el gobierno de Fidel Castro en la medida en que este se fue desentendiendo de ciertos ejecutantes de la revolución que le habían sido afines, incluida obviamente aquella “derecha limpia” a la que se refería Mirta Aguirre.

El modo en que a estos jóvenes escritores se les hizo ardua la convivencia en sus sociedades de adopción lo resume la escena del diario de Lorenzo García Vega, recién llegado a Madrid en 1968, cuando Antonio Buero Vallejo le adelantó que “no se [veía] bien (…) entre el mundillo intelectual, cualquier opinión contraria al régimen imperante en Cuba”.

Notemos que esta difícil condición de gente de izquierda y de exiliado-cubano-que-cae-mal en los medios letrados de sus países de adopción no convierte automáticamente a estos seis escritores en autores vanguardistas. Una relación de fricción con la tradición, un agarrar nuevos modos de ver y de hacer, tienen que haberse producido para que, ¡unos más que otros!, estos autores integren, más que una vanguardia –pues la rotundidad del título tal vez tienda a la gresca–, una zona rara, incómoda, por sus maneras, por sus lecturas y por su cosmopolitismo, de la literatura cubana, toda ella producida en el exilio, de la cual Rafael Rojas, en los últimos quince años, ha sido uno de los más lúcidos valedores.

Sobre este mismo tópico, vale señalar, a partir de su ensayo sobre Severo Sarduy, lo que Rojas denomina “esa complejísima operación intelectual”, a través de la cual un joven escritor con afinidades políticas con la izquierda, se empeña en insertar su obra en un medio artístico que, automáticamente, ha venido identificando a la Revolución Cubana “como alternativa de aquellos autoritarismos de la Guerra Fría, respaldados por los Estados Unidos”.

Hasta entonces, la tendencia en los países democráticos era la aceptación y comprensión de un exilio que provenía de las dictaduras de derecha que pulularon en América Latina durante cerca de treinta años. De ahí que el exiliado cubano, el que ha huido de una sociedad concebida “por y para el bien de todos”, como versa todavía el eslogan, se convierta en un ser raro, medio retorcido, medio traidor, siempre ingrato, como testimonió Guillermo Cabrera Infante por diversas vías tras su paso por Madrid.

Deslocalizar a estos recién llegados, como se constata en La vanguardia peregrina, formaba parte entonces de esa “comprensible extrañeza”, de la que eran objeto, por un lado como exiliados, y por otro como escritores que no le dedicaban una lectura reverencial al canon nacional. Nivaria Tejera, a todas luces evitada por Julio Cortázar; García Vega, advertido por Buero Vallejo…, como mismo hubo artistas plásticos incómodos para los galeristas o cineastas exiliados a los que se les hacía difícil el acceso a los canales públicos de televisión.

Tal fue el caso de Calvert Casey, a quien Rojas le dedica uno de los análisis de este libro. Será en su escabrosa historia personal en donde mejor se palpe el desamparo del escritor exiliado, quien, como tantos otros, primeramente había visto en la llegada de Castro a La Habana un gesto de apertura hacia modos más abiertos de concebir la sociedad y, sobre todo, la sexualidad, pero que en muy poco tiempo cae en la cuenta de que se estaba produciendo, por parte del nuevo régimen, una recodificación del machismo y la homofobia, apunta Rojas, “como valores afirmativos de la nueva moral socialista”.

El suicidio de Casey en Roma, a mediados de mayo de 1969, redondeó finalmente una idea que había hecho muy suya, vehemente y morbosa, de la muerte como emancipación definitiva, de la cual, no la vanguardia, aunque sí el exilio, había sido un paso previo.

Le siguen, en este necesario libro-paneo, la “voluntad de escritura cosmopolita y exterior” de Nivaria Tejera, la “dimensión astronómica o cósmica” de la aventura de Severo Sarduy, “la tozuda apuesta” de Lorenzo García Vega “por una expresión de vanguardia en medio de la desintegración nacional”; el “vanguardismo controlado” de Julieta Campos, el “sentido cosmopolita y diaspórico” de la poesía de José Kozer, vista como “una experiencia radical de las facultades liberadoras de la poesía”; así como la revisión de la obra de Antón Arrufat (el único no-exiliado), como un diálogo constante con la figura siempre incómoda de Virgilio Piñera.

Unas cuantas páginas más, dedicadas a Guillermo Cabrera Infante y a Octavio Armand, hubieran complementado una idea más redonda y justa de quienes tuvieron el tino de desmarcarse tanto del “nacionalismo telúrico y sanguíneo” cubano, como de la ola realista y heroica de mucha de esa literatura, y que a partir de 1961, con dolor o vehiculándolo hacia otras tierras menos pasionales, optaron por el viaje definitivo.

Publicado en Cuadernos hispanoamericanos, Madrid, No. 781-782, julio-agosto 2015

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