
Para Ariadna
En el sótano del edificio donde vive mi amigo Gonzalo, en un tramo alto de la Morningside Drive, había una estantería de madera en la que los vecinos gentilmente colocaban los libros que les sobraban.
Cuando bajé a acompañarlo al cuarto de lavado, a unos pasos de la puerta de la cueva donde dormitaba un encargado llegado a Nueva York desde Vladivostok, lo primero que hice fue acercarme:
— ¿Me puedo llevar este? —le pregunté.
Era una esmerada edición del sello Viking Press con las cartas que a lo largo de siete décadas había escrito y enviado Saul Bellow. De regreso a Miami constaté que en tantos años el autor de Las aventuras de Augie March nunca se había referido en su correspondencia a Joan Didion, mi lectura obsesiva del momento.
Dos espíritus pueden convivir durante un buen tiempo en una misma ciudad y, no obstante, ignorarse uno al otro, tanto las caras, los saludos, como los títulos de sus libros -a veces ex profeso, así somos-, para asombro de un único lector, maniático, que hubiera querido que las cosas se produjeran según su intrincada fantasía.
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