Poco antes de encontrarse con el pueblo Tarahumara en México, Antonin Artaud hizo una escala de apenas cinco días en La Habana. Era enero de 1936. Corrían tiempos difíciles en Europa. En Alemania, las elecciones al Reichstag concluían con el triunfo de una única lista de seguidores de Adolf Hitler; en Francia, Louis-Ferdinand Céline trabajaba en su panfleto antisemita Bagatelles pour un massacre, y Robert Brasillach y otros escritores vinculados al semanario Je suis partout se sumaban a la ola de aclamación al nacionalsocialismo; y en España la cruzada contra la República calentaba motores.
Huyendo de todo aquello y del “doloroso desorden” de la civilización occidental, Artaud se embarca a punto de cumplir los cuarenta años en un viaje transformador del que decenas de investigadores y hagiógrafos ya han dado cuenta. “México me dará lo que debe darme”, escribía desde La Habana en una carta a Louis Barrault fechada el 31 de enero. Los veinte días sobre el Atlántico le han servido también para desintoxicarse de “los venenos”, el opio, el láudano, la precariedad financiera, los malos pensamientos…
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