La bomba estalló ante la puerta de la carnicería La Patria.
Allí, en las alforjas de un caballo de tiro (un borrico quizás) la habían dejado a primera hora del día los enemigos del pueblo o los insurgentes —según se mire— o simplemente los colocadores de bombas.
Cuando los curiosos se acercaron al portón deshecho y al mostrador no lograron distinguir entre una carne y la otra. Un perro vino e intentó husmear sobre la mitad de un ojo que colgaba de una venilla incrustada contra la cerradura de una puerta. Parecía un péndulo de reloj que una rara vibración no dejara de mover. Tal vez eso fuera lo único identificable. Eso y un trozo florido de un vestido de mujer.
— A lo mejor esto no es más que un lío de faldas —murmuró alguien en el grupo.
«La Patria en pedazos», anunció el titular de un periódico local a la mañana siguiente.
Dos días más tarde reventó otro burro (que un cronista ampuloso llamó corcel de fuego) lejos de allí, en San Martín de los Cuchillos, justo ante una bodega llamada La Cariñosa.
Sí —pensé—, aquel hombre tenía razón: quizás sólo fuera un asunto de faldas.
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