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Edwards, Padilla, los micrófonos y los camarones principescos

Si La Habana que descubrió Guillermo Cabrera Infante cuando regresó en 1965 a despedirse de su madre muerta era un escenario de sujetos cansados, aparentemente “agobiados por un pesar profundo”, una ciudad donde crecía para siempre la bolsa negra y donde abundaba la mirada perspicaz hacia y entre los escritores, la esencia y el decorado atisbados por Jorge Edwards apenas aterrizó en el aeropuerto de Rancho Boyeros el 7 de diciembre de 1970 resultaban igualmente opacos. El fracaso de la publicitada Zafra de los Diez Millones de ese mismo año podía incluso respirarse, a modo de energía, entre los figurines que pululaban por el bar y la planta baja del Hotel Riviera, a donde el diplomático chileno fue conducido.

De esta manera, los jardines modificados que Cabrera Infante descubre en no pocas casas de El Vedado (“plátanos en lugar de rosas”, apunta), pues la gente siembra en dos metros cuadrados para intentar comer mejor, son los mismos ante los cuales pasará el escritor santiaguino con aquellos amigos intelectuales que conociera dos años atrás. La ciudad  —relata Edwards— “se presentaba ahora sin afeites, regenerada, desafiante en su pobreza”.

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Roberto Friol o la torpeza de Frater Taciturnus

Friol

Una de las curiosas teorías de Søren Kierkegaard en su libro Concepto de la angustia sugiere que el paganismo, relacionado a partir de la cristiandad con el pecado, con la pérdida, con un desvío…, tiene precisamente su fuente en la angustia.

Seguir a Kierkegaard significaría entonces dejar a un lado entonces la dicotomía histórica que deslinda el mundo helénico, el Imperio Romano, y todo lo que de ellos se desprende, del posterior renacer el mundo judeocristiano. Seguir a Kierkegaard equivaldría a no concederle más a la palabra pagano, primero su identidad con lo bárbaro, luego su sentido de diferencia, de herejía o de estado de déficit con respecto a un ideal determinado. El hombre pagano no sería ya quien se desvía de un canon, sino el hombre angustiado. D. H. Lawrence, sin embargo, asimila el dolor que genera en el hombre su propia soledad a un fenómeno esencialmente moderno, a la pérdida del cosmos pagano.

El caso es que Kierkegaard encadena esa angustia a un concepto de vacío, de nada; y esa nada, a la conciencia de un destino. El filósofo concluye: “En el destino tiene, pues, la angustia del pagano, su objeto, su nada”.

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Luz a la zona rara

Vanguardia

En febrero de 1959, a un mes de la entrada en La Habana de la caravana conducida por Fidel Castro, arribaba a la capital cubana Jaime García Terrés, director de Revista de la Universidad de México. “Encuentro una ciudad tranquila. Ni asomos de miedo o violencia. Decididamente la revolución no está en las calles. Está en los ánimos, en las conciencias, en los planes para el futuro…”, anotaba en un cuaderno de apuntes con el que recorrió la ciudad durante dos semanas.

Un mes más tarde aparecía el número 7 del mensuario que Terrés dirigía, dedicado en su totalidad a la Revolución cubana. Aquí, además de un ilusionado ensayo de Carlos Fuentes y de textos de Carleton Beals, William Attwood y otros analistas, se publicaba “Diario de un escritor en La Habana”, el resultado de aquellos apuntes que García Terrés tomara al pie de la calle, donde, tras constatar la prevalencia de la “música popular revolucionaria” en el ambiente de la urbe, y asistir a un pase de documentales de actualidad en un cine de la calle San Rafael, el mexicano es recibido “en el local del Lyceum” por la intelectual comunista Mirta Aguirre, entre “refrescos y pastelitos de almendra”.

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Orlando González Esteva: Miami, pasión razonable

Foto de Francisco Cubas

Foto de Francisco Cubas

Si existe una rara avis en el complejo mundo de las letras cubanas en la ciudad de Miami, esa criatura lleva el nombre de Orlando González Esteva, un santiaguero devenido casi Caballero de la Orden de Malta, sin que ningún ente superior le haya otorgado el grado. Porque aquel apelativo de Caballeros Hospitalarios, que en un inicio ostentó la cofradía, bien se aviene a este personaje, un poeta que intercala el haiku y la conversación, con una paciencia y una bondad –y a la vez una distancia– propias más bien de un patricio cubano del siglo XIX cuya única posesión, tras cincuenta años de exilio, es solamente la memoria.

Como en capas superpuestas de una misma cebolla, intensa y urticante, esta ciudad se ha ido forjando a partir, tanto de oleadas, como del goteo pertinaz de cubanos en fuga. Lo singular es que cada momento –los 60, los 70, el Mariel, los balseros– reclama para sí un nicho de poder simbólico y una cota de sufrimiento que los hace diferente de los otros. ¿Cómo ve este fenómeno alguien que ya cumple 50 años en la ciudad?

Más que verlo lo siento, siento la legitimidad de esos reclamos, pero si de ver se trata –algo mucho menos invasivo que sentir— puedo afirmar, no sin melancolía, que he sido testigo de la aparición de varias ediciones de Miami, ninguna exacta a la anterior, y que, en lo que a la comunidad cubana se refiere, he visto a la ciudad degradarse, incapaz de permanecer a salvo de la degradación que ha sufrido y sufre la propia Cuba: ¿por simpatía o fatalidad? Cada una de esas oleadas que mencionas ha supuesto que el Miami al que arribaba era el mismo al que arribaron sus antecesores, que hubo o hay un Miami perenne, sin saber que entre el Miami de los años sesenta y el Miami de los años ochenta se abre un abismo no menor que el que acabó abriéndose entre ese segundo Miami y el Miami de los años noventa y, luego, entre este último y el actual. No hay un Miami perenne a no ser el balneario, que nos antecedió y será el único que nos sobreviva. De cada Miami cubano sólo van quedando ruinas, pero invisibles, porque el tiempo y la naturaleza misma de este país son hostiles al pasado. El día en que desaparezcamos los que aún tenemos memoria de esas ruinas, nada quedará, y ya son más los que ignoran que los que recuerdan, y más los indiferentes que los que, por razones obvias, no podemos dar la espalda a esa ciudad fantasma a la que no tardaremos en incorporarnos.

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José Martí, empezar por la sospecha

Moran

Con la misma vehemencia con la que en 1993 organizó una serie de homenajes por el centenario de la muerte de Julián del Casal, de cuya misa en la Iglesia de la Merced, en la Habana Vieja, fuimos prácticamente expulsados, Francisco Morán, veinte años después, ha acometido una enjundiosa y no menos desacralizadora investigación sobre la vida de José Martí.

Provocador de iras y criterios encontrados, a su último libro, Martí, la justicia infinita (Verbum, 2014), habrá ya que buscarle a partir de estos momentos un espacio obligado en cualquier biblioteca que se respete sobre la complejísima obra del autor de Escenas norteamericanas.

Está el cuadro de Arche en el que Martí se coloca solemnemente la mano en el pecho; está también el óleo, diría, de película, que lo representa cayendo del caballo… Pero en este libro te detienes únicamente en una tercera imagen: la del joven recostado a una columna, vestido de preso, acompañado por su grillete. Si sumamos esto a lo que se relata en El presidio político, tendremos que Martí mismo nunca fue ajeno a un proyecto de reificación de su figura: mártir y héroe a la vez, engrosamiento de un prestigio político, de una autoridad moral. Martí, afirmas, “se proyecta como personaje de un drama de honor calderoniano.”

Tienes razón, y es lo que sostengo: el involucramiento del propio Martí, desde muy temprano, en su propia reificación: mártir, héroe, y añadiría –para ser más preciso– en significante mismo de la comunidad nacional. Me alegra que menciones el cuadro de Arche, porque se trata de una imagen que no falla en evocar la del Sagrado Corazón, un cuadro que –no sé ahora– era muy común encontrar los hogares cubanos. Ese Martí-Jesús emblematiza la de Jesús-hijo de Dios, supuestamente enviado a la tierra a redimir a los hombres con su sacrificio.

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Badajoz, en trineo, hacia la casa del poeta

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En la estela de ciertos poemas-históricos de Gastón Baquero, aunque aquí con mayor aspereza, ha escrito Joaquín Badajoz (Pinar del Río, 1972) un poema titulado “Peredélkino (1960)”. Pienso sobre todo en aquellos versos de Baquero de “En la noche, camino de Siberia”, en los que sueña que pasea en un largo trineo, sobre la nieve, hacia un punto secreto de Siberia, “borrado del mapa”, destinado para recluir “a los más odiados prisioneros”. Todo su delito, apunta el sujeto del poema, había sido recitar en voz alta los versos de Mallarmé.

“Peredélkino (1960)”, obviamente, es otro poema, trabajado por otras manos, varias décadas más tarde, además de ser, para el particular anaquel de este lector que soy, el más rotundo y escalofriante poema del libro Passar páxaros. Casa oscura, aldea sumergida, que hace apenas unos meses Badajoz, tras cierta lucha contra el pudor, decidió publicar con el sello de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

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Agua de la calle

grifo

Dinorah retira el jarro de agua hirviente del fogón y la deja caer en un cubo de plástico resistente, donde terminará refrescándose antes de ser envasada en varios pomos, y de ahí al congelador. He observado este procedimiento suyo día a día, incluso dos veces en una jornada, durante casi veinte años.

Dinorah es un animal de cocina. Muy pocas veces la he visto permanecer por media hora en algún otro lugar de la casa. Ahora vuelve a colocar el jarro en el fregadero –un jarro con una espesa costra blanca en su interior–; abre la llave para llenarlo. Pero eso que llamamos agua de la calle, la que circula por todas las casas del vecindario, la que llega mediante bombeo desde el acueducto más cercano, esa agua se ha agotado; a lo que sigue que Dinorah deba cerrar la llave de la entrada y abrir, justo a la altura del lavadero, la llave de salida de esa otra agua que ha ido almacenando en sendos tanques plásticos en el techo de la casa. Agua de la calle, agua de la casa…: esos son los códigos, y en esto, si se quiere, se nos ha ido la vida.

— No te vayas –me dice sin levantar la mirada–, te voy a servir un pedazo de flan.

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Una daga entre pingüinos congelados

La revolucion congelada

Deshecha ya la línea que separa a pensadores jóvenes y menos jóvenes, Duanel Díaz (Holguín, 1978) resalta como uno de los ensayistas más lúcidos que bordan el estado de salud del género en las letras cubanas.

Tras Límites del origenismo (2005) y Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (2009), ambos dentro del exquisito catálogo de Ediciones Colibrí, acaba de editarse La revolución congelada. Dialécticas del castrismo (Editorial Verbum, Madrid), en el que el ensayista redondea sus pesquisas sobre la función del intelectual y el devenir de los procesos culturales en Cuba a partir de 1959; esta vez poniendo el acento sobre fotografía, “turismo revolucionario”, cine, novela policiaca, ruinas y nostalgia.

Sobrio y a la vez acerado polemista –sobre Orígenes, Padilla, Mañach o Eliseo Diego–, desde hace más de una década, Duanel Díaz viene defendiendo a capa y sombrero una idea del ensayo sin medias tintas, o, como lo consideraba Lu Xun, como “la daga más brillante”.

De Sartre a Slavoj Žižek, de Allen Ginsberg a Wim Wenders, a partir de 1959 se produce una interesante avalancha de “turismo revolucionario” hacia Cuba. Al fenómeno de los fellow traveler dedicas buena parte de tu libro…

Lo que ellos escribieron sobre la Cuba revolucionaria no sólo refleja las ansias de la izquierda europea y norteamericana tras su desencanto con el socialismo soviético, sino que también tiene un valor documental sobre la vida en la isla en los sesenta, pues recogieron muchos detalles interesantes que no aparecen en la prensa de la época y en los reportajes escritos por los cubanos. Todos esos libros y crónicas son parte fundamental del archivo de la Revolución Cubana, una zona a la que casi todos los ensayistas cubanos que están pensando el fenómeno de la Revolución (Ponte, Iván de la Nuez, Rojas, Díaz de Villegas) se han remitido en los últimos años. Mucho antes, esa visión de la Revolución fue refutada minuciosamente por la investigadora francesa Jeanine Verdès-Leroux en La lune et le caudillo. Le rêve des intellectuels et le régime cubain (1959-1971) (Gallimard, 1989), un libro muy documentado que lamentablemente no ha sido traducido al español.

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J.K., lejos de la comparsa

José-Kozer

Víctima de su vehemencia, en 1893 José Martí comete el desatino de justificar la mediocridad de ciertos poetas a partir de su entereza y su disposición para la guerra. “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara porque morían bien”, escribe en “Prólogo a Los poetas de la guerra”.

De manera que “morir bien” ya enaltecía sus peregrinos papeles, pues la poesía se encontraba definitivamente en el comportamiento agonístico y en el ethos inclaudicable del guerrero/poeta, y pasaba incluso hacia aquellos que jamás habían tomado la pluma para escribir un verso. Martí veía un “sublime dístico” en dos hombres comunes que caían al unísono, superados por el enemigo. De luchadores a mártires, y de ahí a verso encarnado.

Este modo de entender la poesía, hiperbolizando no el resultado sino la intención, desemboca en el aligeramiento del acto poético, en su trasvase hacia el enaltecimiento de la virtud guerrera. “La poesía escrita –sentencia Martí– es de grado inferior a la virtud que la promueve”.

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Caramulo

agua CaramuloCon las risas olvidamos sobre la mesa las galletas para el resto del viaje. Hacía más de diez minutos que habíamos dejado atrás el parador en la autopista y aún reíamos despiadados con tan sólo mencionar aquella marca de agua mineral en botellas de medio litro.

Caramulo –le había explicado—podía ser algo así como un grito desde la ventana de un ómnibus escolar hacia un transeúnte bien feo.

Ella conducía, yo había reclinado mi asiento casi hasta el límite, veía pasar el cielo de la carretera mientras con el índice de mi mano derecha palpaba una zona todavía tibia en la piel de mi cuello.

— Ayer me mordiste duro…

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