Archivo de la etiqueta: literatura cubana

Caramulo

agua CaramuloCon las risas olvidamos sobre la mesa las galletas para el resto del viaje. Hacía más de diez minutos que habíamos dejado atrás el parador en la autopista y aún reíamos despiadados con tan sólo mencionar aquella marca de agua mineral en botellas de medio litro.

Caramulo –le había explicado—podía ser algo así como un grito desde la ventana de un ómnibus escolar hacia un transeúnte bien feo.

Ella conducía, yo había reclinado mi asiento casi hasta el límite, veía pasar el cielo de la carretera mientras con el índice de mi mano derecha palpaba una zona todavía tibia en la piel de mi cuello.

— Ayer me mordiste duro…

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Animal que escribe

«Es una pena que ninguno de los monumentos que se le han erigido a Martí lo muestre sobre una mula, abrazado a ella, con la mejilla apoyada sobre la piel sudorosa y la calva, incipiente entonces, cubierta por sus crines…” Este es tan solo uno de los hallazgos verbales y del imaginario que se desprenden de la lectura de Animal que escribe. El arca de José Martí, un libro breve, parsimonioso, sobre todo sutil, que Orlando González Esteva acaba de publicar en una cuidada edición de la casa española Vaso Roto.
Se lleva en el bolsillo este libro de un verde agasajado, como mismo el poeta llevaba a su Cicerón en la alforja de su caballo. Y al transportarlo y luego acunarlo, caemos en la cuenta de que, como lectores medievales, acabamos de recorrer las poco más de cien páginas de un bestiarium, curioso y definitivo como todo bestiarium que se respete.
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Cuerpos (no tan) amordazados

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Entrevista con Joaquín Badajoz (Foto de Elsa Roberto)

Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971) es parte de una generación semiágrafa y torturada que ha tenido una relación disfuncional con el mundo editorial (dentro y fuera de Cuba); quizás porque les tocó en suerte (o desgracia) nacer en medio de las decapitaciones, y heredar contradicciones, censuras, crisis económicas, hipocresía ideológica, doble moral, exilios, revolución mediática, sanchopancismo institucional, «muerte» de la imprenta, print-on-demand… entre otras pestes simbólicas.

Siempre inquisidor e hiperquinético, Fernández Fe es de los pocos afortunados que exprime bien sus limones, de esos autores que uno respeta por desangrarse hasta la calamidad con tal de regalarnos alguna joya rara una vez a la década. Como sucedió entre La falacia (1999) —una novella, que ya en su momento el lector sagaz y la crítica se encargarán de recuperar y adecuadamente ponderar— y El último día del estornino (2011), una de las novelas cubanas más rotundas de los últimos años.

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Reina María Rodríguez, llegar a un sitio desconocido

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Frágil por momentos y por momentos intensa, sobre todo fiel a lecturas, amigos y desilusiones, la flamante Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, concedido por el gobierno de Chile, hace uso aquí de la confesión, ese don tan suyo…

¿Sorprendida por la decisión del jurado del Premio Pablo Neruda?

Sorprendida. Estaba en Texas, en un hotel de College Station, iba para una conferencia donde hablaría sobre tres generaciones de poetas cubanos de los años 80, 90 y 2000 en la universidad, cuando sonó el móvil y era la Ministra de Cultura de Chile dándome la noticia del premio. Estaba tan nerviosa que no atinaba a terminar de recoger las cosas para irme a la charla, cuando volvieron a llamarme y escuché el acta de presentación del premio, y, como estaba sola en el cuarto del hotel y todo es tan grande en Texas, me sentí pequeña, reducida.

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La sangre

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El día anterior José Julián había auxiliado con su carro a un hombre herido. Esquivaba los baches de una calle de El Cerro cuando, al desembocar en una esquina del parque Manila, un hombre negro se abalanzó sobre el capó del carro agitando los brazos y le anunció —porque no puede decirse que haya sido un pedido— que necesitaba llevar de inmediato a su amigo, un hombre blanco que sangraba por la espalda, al Cuerpo de Guardia de lo que, desde hacía más de cincuenta años, todos conocían como La Covadonga.

Eran las cinco y media de la tarde y al hombre blanco otro hombre le había asestado —José Julián nunca supo por qué— dos punzonasos en un pulmón.

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Néstor, el ‘drama queen’ y la ciudad líquida

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Solo Dios sabría de los tantos caminos, más bien los recovecos, recorridos por Néstor Díaz de Villegas (Cumanayagua, 1956) en estos últimos casi sesenta años, en Vernon, Los Ángeles, en La Habana, en Miami. Pero como Dios ya no existe, solo queda la memoria del propio escritor, su aceptación de la confesión, que es profusa y sin afeites.

De paso por Miami, ciudad que venera al tiempo que deconstruye, porque definitivamente él es su producto y su emulsión, el poeta, el francotirador, afable como pocos, vehemente también como los menos, accede a nuestro interrogatorio.

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El parqueador, Walter y el aeroplano

opelHilario era de los pocos que habían regresado de la Base Naval de Guantánamo. Cuando llegué a tener una relación más cercana con él  –lo conocía de vista desde mucho tiempo atrás–, hacía años de aquel suceso del que ya nadie hablaba. Tenía unos cuarentitantos años, creo que menos de cuarenta y cinco, un hijo gay de veintitrés con el que no vivía y apenas conversaba, y una mujer gruesa mucho mayor que él. Hilario fungía como responsable del parqueo colectivo en donde yo parqueaba mi carrito viejo, un Opel con motor soviético pintado a brocha de rojo ladrillo.

— Estoy cobrando la mensualidad  –me decía cada mes, cerca del día veinte, cuando yo apagaba el motor y él se acercaba a la ventanilla con una libreta de escolar y un lápiz pequeño. Entonces yo sacaba la billetera y en vez de los treinta pesos acordados desde el inicio, los mismos que se le cobraban a cada propietario por un mes de cuidado exclusivamente nocturno, extendía mi mano con dos billetes de veinte que él aceptaba gustoso, próximo a mí, dejándome percibir un ligero olor a alcohol en su aliento, no mucho, sólo algo leve, leve y habitual, algo incorporado ya al tono ordinario de su paladar.

No sería sincero si afirmara que Hilario me caía mal. A pesar de que sabía que a Hilario le gustaba mi mujer por el modo en que la miraba cuando llegábamos de noche al parqueo y ella salía del carro, entradita en carnes como siempre ha sido, y cogidos de la mano lo saludábamos y bajábamos en paz la colina que separaba al parqueo de nuestro edificio, a pesar de ello nunca tuve celos de él ni mucho menos experimenté un sentimiento mezquino hacia su persona. Quizás él sí supiera que yo tenía conocimiento de su admiración o su deseo o sus heroicas ganas hacia mi mujer…; pero ahora eso no tiene importancia. Tampoco creo que la palabra heroico sea la más acorde con su naturaleza.

Lo que sí es cierto es que cada vez que me topaba con Hilario en el parqueo, ya se me acercara con su lápiz mocho y su libreta de escolar o simplemente me dirigiera un saludo desganado con un movimiento del brazo, cada vez que Hilario aparecía ante mi retina yo pensaba en Walter Benjamin.

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El último día del estornino (fragmento)

estornino

Debería ser clutch —especifica Octavio Forlán antes de imbuirse en su nuevo relato—, pero como siempre lo he conocido por cloche, mejor no cambiarle el nombre.

Lo cierto es que sobre el pedal del cloche del camión en el que la muchacha acaba de subir fue pegada en algún momento una calcomanía con la foto del rostro de una mujer y más abajo unas palabras en un idioma que ella ni conoce. De esa manera, cada vez que el camionero dispone de su pesada bota izquierda para cambiar las velocidades del motor, aquel rostro hermoso desaparece por unos segundos para luego regresar con lo que parece ser una mueca.

El resto es más bien habitual: también los camioneros en Campechuela, en Remedios, los que se reúnen en un cafetín desaseado a la salida de Manzanillo para recargar sus baterías antes del regreso a la capital, son robustos y bigotudos; unos que no se desprenden de sus gorras de béisbol, otros que mascan la punta de una ramilla, el tallo finísimo de una hierba de Guinea cortada de cuajo antes de proseguir la ruta indicada.

Todos son iguales —murmura ella mientras se ajusta el cinturón y se deja llevar por el primero de los caminos posibles.

¿Imagina usted cuántas veces no habré pasado por esto, así, en un camión, sin saber siquiera adónde llegar?

Pero el camionero, que acaba de liberar con su pierna la cara linda del cloche y se apresta a guiar el timón con sus manazas con guantes a los que les falta pulgada y media de cuero en la punta de cada dedo, no le responde. Enciende el primero de sus cigarrillos Assos Lights, inhala el humo y acomoda el cojín de óvalos de madera barnizada que sostiene sus nalgas, incrementa la irrigación sanguínea y evita la acumulación del sudor. Luego mira fijo a la carretera.

Ciertamente la muchacha no resulta una novicia en estos ajetreos, aunque ahora se encuentra justo a la entrada del Peloponeso griego, en la cabina de un camión de carga y, como tantas veces ya, en compañía de un hombre con el que solo ha cruzado unas palabras y que cada tres segundos oprime con ira —y con su bota izquierda— la foto de un rostro de mujer pegada al pedal del cloche.

Atrás ha quedado Stefano, su novio italiano, aquel joven esbelto de barba de un día y cabellos lacios abandonados sobre el cuello, estilo futbolista iracundo de segunda división, que finalmente la había invitado a Europa. Atrás también la noche en que no supo más de él, las aspas ruidosas del ventilador de techo de su habitación en el Hotel Appia de la calle Menandrou, en el barrio de Omonia, el calor insoportable, la pérdida de sus documentos —por mera venganza, Stefano había huido con ellos después de una discusión bien acalorada—, el olor a pimienta, a azafrán, a aceite de mostaza, a cardamomo negro, a polvos de curry que se respiraba desde su balcón, a medianoche, en pleno centro de Atenas, como si se tratara de una esquina de Khari Baoli o de cualquiera de los mercados de especias de Nueva Delhi.

¿No tiene calor? —le pregunta.

Pero el camionero continúa concentrado en su timón y en la carretera por la que transita. Más arriba de las botas lleva un pantalón de corduroy marrón algo gastado a la altura de los muslos, un cinto grueso de cuero con la inevitable hebilla dorada, una camiseta de nailon con hoyitos uniformes y una gorra de béisbol con un delfín en el frente o un pez espada, algo así, la joven no acaba de identificar a la bestia. La ceniza de sus Assos Lights, la que el aire de la ruta no ha dejado salir de la cabina, invade el ambiente en pequeñísimos fragmentos que la luz del sol resalta, que caen sobre el pantalón. Por momentos, tras fijar la palanca en su correspondiente velocidad, el camionero se sacude los muslos con cuidado para luego depositar su mano gruesa, con gusto, como quien atesora una piedra valiosa, sobre el bulto que sobresale en su entrepierna. Bien nota ella el brillo plateado de un cierre metálico terso por naturaleza y el modo en que la mano oprime con dulce regularidad aquella redondez desmedida.

Parece un buen hombre. Sigue leyendo

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José, el impuro

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El poeta cubano José Kozer

Casi al llegar a las primeras cien páginas de la novela Sombras sobre el Hudson, de Isaac Bashevis Singer, el personaje de Hertz Dovid Grein, evidentemente judío, casado, con hijos y a punto de hacer el amor en un cuarto de hotel de tercera con otra joven mujer, también casada, sucumbe ante el solo pensamiento de tener, por la acción que acomete, sus labios impuros.

Esa misma noche newyorkina de los años cincuenta, Boris Makaver, el padre de la muchacha, se despierta sobresaltado, se dirige al baño, toma un cuenco de dos asas y, siguiendo el ritual, vierte «tres chorros de agua sobre la mano derecha y tres sobre la izquierda», justo antes de iniciar unas plegarias que serán interrumpidas por la llamada telefónica de un yerno impotente y desahuciado que le anuncia el ya consumado adulterio. Sigue leyendo

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Rotunda piel

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Uno

Ha entrado por puro azar una pestaña en su boca y, mientras camina, cata la textura de este pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las estrías del velo del paladar. Acaba de asistir a la última presentación de la temporada invernal de ópera en el Gran Teatro y se dispone a pagarse –pestaña en la boca– una mujer de algo más de diez pesos en los alrededores del bar Cienfuegos. Como un asesino de ancianas que llega a casa y se prepara un emparedado con hojas de lechuga y una telilla de jamón barato, mientras camina por la acera del Capitolio este hombre compara a esas mujeres cantoras de busto permanente a las que una zanja profunda les parte el pecho, con los senitos rimbombantes de la mulata ecuestre con la que esta noche pretende negociar, una holguinera huesuda con colmillos superiores enfundados en oro que sale a la calle en días alternos, justo cuando su marido trabaja de custodio en una fábrica de tabacos.

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